“Cuando hubiere acabado de expiar el santuario y el tabernáculo de reunión y el altar, hará traer el macho cabrío vivo”
Levítico 16. 20
Hemos visto la manera como Aarón, Sumo Sacerdote de Israel, debía proceder con el becerro y con uno de los dos machos cabríos que debía presentar ante Dios, sacrificándolos en expiación por los pecados de Aarón y del pueblo, respectivamente, y rociando de la sangre de aquellos sobre el propiciatorio, que era la tapa dorada del arca que se encontraba entre las tablas de la ley y la nube de la presencia de Dios, y que apuntaba a ese sacrificio perfecto de Cristo, quien intercedió por los pecados de Su amada iglesia, ofreciendo Su propia vida como expiación, término que, debemos recordar, hace referencia a eliminar la culpa de alguien a través del sacrificio de un tercero.
Pero hoy, hablaremos del otro cabrío, aquel que no había sido elegido para el sacrificio expiatorio, con respecto al cual, Aarón debía proceder así: “pondrá Aarón sus dos manos sobre la cabeza del macho cabrío vivo, y confesará sobre él todas las iniquidades de los hijos de Israel, todas sus rebeliones y todos sus pecados, poniéndolos así sobre la cabeza del macho cabrío” (Levítico 16. 21-22), acción por medio de la cual, Aarón estaba cargando sobre la inocente víctima todos la perversidad del pueblo, haciendo sobre él toda una transferencia de aquel mal que hasta aquel momento reposaba sobre Israel.
Mas era responsabilidad de Aarón hacer aún algo más, pues luego de esta transferencia de pecados, debía enviar al cabrío “al desierto por mano de un hombre destinado para esto. Y aquel macho cabrío llevará sobre sí todas las iniquidades de ellos a tierra inhabitada; y dejará ir el macho cabrío por el desierto.” (Levítico 16. 20)
¿Puedes imaginar aquella imagen? Allí iba, el cabrío inocente, cargando sobre sí el pecado de todo el pueblo, caminando por el desierto en absoluta soledad y condenado para siempre al olvido. Pero, por mas que esta imagen resultara impactante, lo cierto es que tan solo era un símbolo que apuntaba al verdadero olvido de los pecados del pueblo, que solo se ejecutaría, 1400 años después, en la persona de Cristo, el anunciado vicario del pueblo de Dios, quien no solo fue sacrificado por causa de los pecados de su pueblo, sino que además, con su perfecta obra, condenó para siempre al olvido a los pecados de Su iglesia.
Por tanto, no existe para Dios aquel proverbio mundano que dice “yo perdono pero no olvido”, sino que, si estás en Cristo, tus pecados no solo son perdonados, sino que además son completamente olvidados, eternamente. Por tanto, no importa el pecado que hayas cometido en tu pasado, o lo grave que éste pueda parecer a los ojos de los hombres, pues si vienes a Cristo hoy en verdadero arrepentimiento y fe “Él volverá a tener misericordia de nosotros; sepultará nuestras iniquidades, y echará en lo profundo del mar todos nuestros pecados” (Miqueas 7. 19), pues Dios dice: “Yo, yo soy el que borro tus rebeliones por amor de mí mismo, y no me acordaré de tus pecados.” (Isaías 43. 25).
¡Qué gran refrigerio debe proveer a nuestras almas que el Señor haya hecho esto por nosotros, y que ahora nuestros pecados yazcan inhallables en las profundidades del mar, a donde ni siquiera tú tienes permiso de ir a buscarlos! Si estás en Cristo, así están tus pecados, olvidados, tal y como era olvidado aquel cabrío portador de los males de Israel, quien se perdía entre la densa bruma de las tormentas de arena del desierto, para no tener memoria nunca más de él.