DE LAS TINIEBLAS A LA LUZ
DE LAS TINIEBLAS A LA LUZ

DE LAS TINIEBLAS A LA LUZ

Autoconocimiento Humano Radio

PRÓLOGO Después de la publicación de la Cuarta Edición en inglés del Libro Grande, Alcohólicos Anónimos, con la inclusión de diecisiete nuevas historias representativas de recuperación, se oyó de parte de la comunidad una expresión de vivo interés de que las experiencias personales contenidas en la segunda sección revisada del nuevo libro se publicaran traducidas al español. Las cuarenta y una historias que aparecen traducidas en este volumen, treinta y nueve de ellas por primera vez, cuentan una experiencia colectiva que abarca casi un siglo de vida americana y hacen una crónica de las más de seis décadas de historia de A.A. Algunas de las historias de las primeras épocas tienen su origen en los ahora distantes y casi míticos "locos años veinte," otras en el período de la Prohibición y otras durante la Gran Depresión, una época en la que la mayoría de los miembros de A.A. eran hombres y, como dice Bill en su Prólogo a la Primera Edición, "la mayoría era gente de negocios o profesionales." Los tiempos cambian y la sección revisada de historias en posteriores ediciones en inglés del Libro Grande (1955, 1973, 2002) ha reflejado los correspondientes cambios en la composición y en el aspecto de la Comunidad de A.A. Según el prólogo a la última edición, las historias añadidas recientemente "representan a Miembros cuyas características —de edad, sexo, raza y cultura— se han ampliado y desarrollado para abarcar virtualmente a cualquiera que los cien primeros miembros hubiera esperado alcanzar." No obstante, tal vez aún más asombroso que la continua evolución y diversidad cada vez más rica de la experiencia de A.A. es la prof u n d a similar dad de los relatos que cuentan, de manera tradicional "cómo era, lo que sucedió y cómo es ahora": todas ellas narraciones del paso de la oscuridad, el autoengaño y la desesperación hacia la integridad, la esperanza y un destino feliz. Esta colección de historias ofrecerá sin duda un testimonio convincente de que, al igual que el alcoholismo, la recuperación es indiferente a toda distinción y que no existen barreras en A.A. para una experiencia espiritual sanadora y una renovación física y de la vida emocional

la recuperación de un hombre de negocios.mp3
30 July 2023
la recuperación de un hombre de negocios.mp3

El barco S. S. Falcon, de la línea marítima Diamante Rojo, con salida de Nueva York y rumbo a Maracaibo, Venezuela, se deslizó por la bahía y atracó en el muelle del

puerto de La Guaira una calurosa tarde tropical de principios del año 1927. Yo era pasajero de ese barco con destino a los yacimientos de petróleo de Maracaibo,

empleado de la compañía petrolera x, contratado para trabajar dos años con un buen sueldo y gastos pagados. Allí esperaba trabajar dos años con seriedad, ahorrar algún dinero y,

sobre todo, evitar pasar largos períodos bebiendo, lo cual podría interferir con mi trabajo, porque esto ya me había costado

demasiados trabajos en el pasado.

No quiero decir que tuviera la intención de dejar de beber completamente; no, eso habría sido un paso drástico. Pero allí en los yacimientos de petróleo, con unos buenos compañeros muy trabajadores y bebedores,

yo iba a aprender a controlar la bebida para que nunca volviera a dominarme. Este ambiente sin duda me ayudaría a aprender a beber moderadamente con los que podían hacerlo, y a evitar aquellas desastrosas juergas.

Yo era joven todavía; aún tenía posibilidades de triunfar en la vida y esta era mi oportunidad. Por fin tenía la solución que pronto pondría fin a mis problemas.

Red y yo nos habíamos hecho íntimos amigos durante el viaje desde Nueva York y estábamos juntos en la barandilla observando todas las actividades necesarias para amarrar el barco al muelle.

Él también iba a Maracaibo para trabajar con la misma compañía, y, ya que íbamos a pasar la noche allí en La Guaira, nos

pareció una buena idea desembarcar juntos y dar un paseo por el pueblo.

Red era un tipo muy simpático que de vez en cuando se tomaba un trago e incluso se emborrachaba en ocasiones, pero podía aguantar bastante bebiendo, y nunca lo hacía desmesuradamente.

Otros miles de hombres como él, que habían sido a lo largo de los años mis compañeros de tragos, no eran en absoluto responsables ni de mi forma de beber ni de lo que yo hacía ni del efecto que la bebida tenía en mí.

Así que bajamos del barco, él y yo, para pasear por el pueblo, y lo pasamos en grande. Después de tomarnos unos cuantos tragos, nos pareció que lo más conveniente sería visitar las cantinas del puerto, divertirnos como pudiéramos,

volver temprano al barco y tratar de descansar un poco. Así que me dije: “¿Qué puede tener de malo tomarse unos tragos?”. Tenía un día entero y dos noches para recuperarme.

Visitamos todas las cantinas que había en la desordenada calle principal de La Guaira y, sintiéndonos como reyes, decidimos volver al barco. Al llegar al puerto, descubrimos que el barco estaba atracado a unos diez

metros del muelle y para embarcar había que ir en una lancha. Ni Red ni yo nos sentíamos contentos con un transporte tan aburrido, así que decidimos subir por el cabo grueso de la popa.

Nos jugamos a cara o cruz para ver quién lo haría primero y a mí me cayó la suerte; así que me puse a subir por el cabo.

Un buen marinero, bien experimentado y perfectamente sobrio, nunca se propondría emprender nada tan insensato, y, como se podría suponer, a mitad de mi trayectoria la cuerda se me resbaló de las manos y me caí al agua de

la bahía con un sonoro ¡plaf! No recuerdo nada más hasta la mañana siguiente. El capitán del barco me dijo: “Es cierto, joven, que Dios cuida a los borrachos y a los niños.

Tal vez no lo sepas, pero esta bahía está infestada de tiburones y normalmente quien se cae al agua es hombre muerto. No te das cuenta del peligro de muerte que corriste, pero yo sí”.

Sí, tuve la suerte de salvarme de la muerte. Pero no me salvé de verdad hasta que no pasaran otros diez años, tras largas y repetidas borracheras; después de verme despedido de numerosos trabajos;

después de agotar la paciencia de mi familia, de enajenar a muchas amistades que podrían haber sido buenas y duraderas; después de hacer pasar a mi mujer por más tristezas y dolores que cualquier persona debiera tener que sufrir durante

toda su vida; después de médicos y hospitales y psiquiatras, casas de reposo, cambios de ambiente y todo lo demás que acompaña los vanos intentos del alcohólico de dejar de beber. Finalmente empecé a darme vaga cuenta del hecho de que

durante veinte años de beber continuamente, todos los medios para dejar de beber que me había propuesto (y me había propuesto todos) no me habían dado el resultado deseado. Odiaba tener que confesar, incluso a mí mismo,

que no podría vencer la bebida. Estaba derrotado. Me sentía desesperado y aterrorizado.

Nací en 1900. Éramos cuatro en la familia, y mi padre era un hombre muy trabajador que siempre hacía todo lo que podía para mantener a su familia con sus pocos ingresos.

Mi mamá, una mujer paciente, atenta y cariñosa, siempre nos trataba bien. Cuando llegamos a la edad apropiada, mi madre nos hizo asistir a la escuela dominical y sucedió que con el paso de los años fui participando cada vez más en ella;

me hice maestro, y más tarde llegué a ser superintendente de una pequeña escuela dominical de un barrio de la ciudad de Nueva York.

Cuando en abril de 1917 Estados Unidos entró en la Gran Guerra, yo era todavía menor de edad; pero, al igual que la mayoría de los demás jóvenes de esa época, tenía un fuerte deseo de entrar en la refriega.

A mis padres, por supuesto, nos les gustaba nada esa idea; me dijeron que fuera sensato y esperara a cumplir los 18 años. No obstante, por ser joven e inquieto, e inspirado por el espíritu militar de la época,

me fui de casa para alistarme en el Ejército en otra ciudad.

Y me alisté. No llegué a participar en las hostilidades del frente; pero, después del armisticio, serví como miembro de las fuerzas de ocupación en Renania y ascendí al rango de suboficial.

Durante ese período de servicio en el extranjero empecé a beber. Claro que lo hice por mi propia deci-sión. En ese entonces, tanto los civiles como los oficiales superiores miraban con indulgencia a los soldados que bebían.

Según lo recuerdo ahora, incluso en esos días no me sentía satisfecho con beber como la mayoría de la gente.

Las fuerzas de ocupación del ejército de los Estados Unidos, volvieron en su mayor parte a la madre patria en 1921, pero mis experiencias me habían avivado el deseo de viajar y, habiendo oído contar historias espantosas de la

prohibición en los Estados Unidos, quería quedarme en Europa, donde “un hombre podría saciar su sed”.

Fui a Rusia y luego a Inglaterra, antes de regresar a Alemania, manteniéndome con diversos trabajos; seguía bebiendo cada vez más, y mis aventuras de borracho eran cada vez más disparatadas. Regresé a casa en 1924 con el deseo sincero

de dejar de beber y la esperanza de que la prohibición, de la que tanto había oído hablar, me hiciera posible lograrlo; es decir, que me mantuviera alejado de la bebida.

Conseguí un buen puesto, pero tardé poco en iniciarme en los misterios de los speakeasies los bares clandestinos, hasta tal punto que me encontré nuevamente sin empleo. Después de pasar algún tiempo buscando un nuevo trabajo,

descubrí que mis experiencias en el extranjero me servirían de ayuda para conseguir un trabajo en Sudamérica. Así que, con renovadas esperanzas, resuelto a mantenerme alejado para siempre de la bebida, me embarqué para los trópicos.

La compañía que me había contratado no pudo tolerar más de un año mi forma de beber sin tregua y mis borracheras cada vez más largas y desenfrenadas. Acabaron poniéndome en un barco de regreso a Nueva York.

Esta vez estaba seguro de haber terminado con la bebida. Prometí a mi familia que contribuyó a soste nerme mientras buscaba empleo que nunca volvería a tomar un trago en toda mi vida.

Y se lo dije con toda sinceridad. Pero, ¡ay!, fue todo en vano.

Tras perder varios empleos en la ciudad de Nueva York y alrededores y no es necesario decirles por qué, estaba seguro de que el único remedio que me quedaba

para dejar de beber era un cambio de aires. Con la ayuda de mis sufridos y muy pacientes amigos, acabé convenciendo a una compañía petrolera de que yo

podría serles de utilidad en los yacimientos de petróleo de Maracaibo.

Pero fue una repetición de lo de siempre.

Me encontré de nuevo en los Estados Unidos. Logré mantenerme sobrio una buena temporada, el tiempo suficiente como para establecer una relación con la

compañía que me emplea actualmente.

Durante esa época conocí a la muchacha que ahora es mi mujer. Por fin supe lo que era el auténtico amor. Estaba enamorado.

Haría lo que fuera por ella. Sí, incluso dejaría de beber. Nunca haría nada que pudiera tener el más mínimo efecto negativo en la felicidad que ahora

había en mi vida.

Se acabaron mis preocupaciones; todos mis problemas se resolvieron. Yo ya había pasado mis locuras de juventud y ahora iba a sentar cabeza y a ser un buen

marido y a vivir una vida normal y feliz.

Así que nos casamos.

Fortalecido por mi felicidad recién encontrada, logré abstenerme de la bebida unos seis meses. Entonces, en una fiesta de Año Nuevo que dimos en nuestra

casa, me lancé a una larga borrachera. Lo que más se me quedó grabado en la mente de ese episodio fue lo seria y sinceramente que después prometí a

mi esposa que esa vez, sin la menor duda, dejaría de beber y, otra vez, se lo dije con toda sinceridad.

Todos los intentos que hicimos y mi mujer me ayudaba en cada nuevo experimento lo mejor que podía acabaron fracasando, y cada vez para nuestra mayor

desesperación.

El próximo paso fue consultar con médicos, una serie de médicos, con períodos ocasionales de hospitalización. Recuerdo a un médico que creía que un trata

miento de 72 inyecciones, tres a la semana, después de pasar dos semanas en un hospital privado, serviría para suplir cierta deficiencia en mi sistema y

esto me posibilitaría dejar de beber. La noche después de la inyección número setenta y dos me emborraché hasta quedarme paralizado;

un par de días más tarde, logré persuadir a quienes querían internarme en el hospital municipal de que no lo hicieran.

Mis sufridos empleadores tuvieron conmigo una larga charla y me dijeron que estaban dispuestos a dar-me una última oportunidad,

solo porque durante mis cortos períodos de sobriedad yo les había mostrado que era capaz de hacer un buen trabajo.

Me di cuenta de que me lo dijeron con toda sinceridad y no me iban a dar otra oportunidad.

Sabía también que mi esposa no podría aguantarlo mucho más tiempo.

Por algún que otro motivo, me sentía como si me hubieran engañado, que, aunque me encontraba bien físicamente, realmente no me habían curado en el hospital.

Así que lo hablé con mi esposa, quien me dijo que debería de haber algo que pudiera ayudarme. Me convenció de volver al hospital y consultar con el doctor,

y, gracias a Dios, lo hice.

Él me dijo que se había hecho por mí todo lo médicamente posible, pero hasta que yo no decidiera dejar de beber, estaba condenado a fracasar.

“Pero doctor le dije, he decidido una y otra vez dejar de beber, y cada vez con toda sinceridad; no obstante, cada vez recaí y la situación empeoró cada vez más”.

El médico se sonrió y me dijo: “Sí, sí. Ya he oído esa historia centenares de veces. Nunca tomaste seriamente una decisión; solo hiciste declaraciones.

Tienes que decidir. Y si realmente quieres dejar de beber, yo conozco a algunos hombres que te pueden ayudar. ¿Te gustaría conocerlos?”.

¿Se negaría a ser salvado un hombre condenado?

¡Por supuesto que quería conocerlos! Me sentía tan aterrorizado y desesperado que estaba dispuesto a probar lo que fuera. Así conocí a la gente de

Alcohólicos Anónimos, quienes resultaron ser mi salvación.

La primera cosa que me contó Bill fue su propia historia que en muchos aspectos era paralela a la mía, y luego me dijo que llevaba tres años sin meterse

en líos. Se veía claramente que era un hombre supremamente feliz; que conocía una felicidad y tranquilidad del tipo que durante años me había llenado de

envidia. Lo que me dijo me pareció sensato; porque yo sabía que todos los posibles remedios que yo, mi esposa, mi familia y mis amigos habíamos probado

habían fracasado. Siempre había creído en Dios, aunque no iba asiduamente a la iglesia. Muchas veces le había rezado a Dios para que me hiciera las cosas

que yo quería, pero nunca se me había ocurrido la posibilidad de que Él, en su infinita sabiduría, sabía mejor que yo lo que yo debería tener, ser y hacer,

y que si simplemente dejaba en sus manos la decisión, me encontraría en el buen camino.

Al terminar nuestra primera entrevista, Bill me sugirió que me pusiera a pensar en lo que me había dicho y que, si estaba interesado,

volviera a verlo en unos días. Dándome plena cuenta de la total inutilidad de mis intentos en el pasado, y de que cualquier demora podría ser peligrosa,

volví a verlo al día siguiente.

Al principio, la idea me parecía un disparate; pero ya que todo lo demás parecía ofrecer muy poca esperanza, y ya que les había dado resultados a estos

hombres que habían pasado por el mismo infierno que yo, estaba dispuesto por lo menos a probarlo.

Para mi sorpresa total, cuando probé su método con la debida seriedad, no solamente me dio resultados, sino que era tan asombrosamente fácil y simple,

que les dije: “¿Dónde han estado ustedes durante todo este tiempo?”.

Eso fue en febrero de 1937, y la vida cobró un nuevo significado. Mi esposa estaba radiante de felicidad. Todos los problemas que habíamos tenido,

toda la tensión, la preocupación, la confusión, los días y noches agitados que habían afligido nuestra vida a causa de mi forma de beber,

desaparecieron. Había paz. Había verdadero amor. Había amabilidad y consideración. Había todo lo que contribuye a una convivencia normal y feliz.

Naturalmente, mis empleadores, igual que los autores de estas historias, tienen que permanecer anónimos. Pero sería muy desconsiderado si no aprovechara

esta oportunidad para reconocer lo que hicieron por mí. No me despidieron, me dieron multitud de oportunidades supongo que con la esperanza de que algún

día yo encontraría la solución, aunque ellos mismos no sabían cuál podría ser; pero ahora sí lo saben.

Hubo un cambio inmenso en mi trabajo, en mi relación con mis empleadores y con mis colegas y en mi trato con los clientes.

Por disparatada que me pareciera la idea cuando me la propusieron aquellos hombres a quienes les había dado resultados,

Dios no tardó en entrar directamente en mi trabajo cuando se lo permití, tal como había entrado en otras actividades de mi vida.

Con ese lubricante las ruedas iban rodando cada vez más suavemente y parecía que todo estaba funcionando mucho mejor que antes.

El ascenso que tanto había deseado antes sin merecérmelo, me lo dieron. Y pronto me dieron otro; más confianza, más seguridad, más responsabilidad y,

finalmente, un puesto ejecutivo en la misma compañía que tan generosamente me había mantenido en un puesto inferior durante mi carrera de borracho.

Esto no es motivo de broma. Ven a mi casa para ver la felicidad que reina allí. Ven a mi oficina: es un bullicioso centro de alegre actividad humana.

En todo aspecto y faceta de mi vida hay regocijo y felicidad, un sentimiento de ser de utilidad en el orden del universo, donde antes solo había temor,

tristeza y total futilidad.

006.-la historia de jim
05 June 2023
006.-la historia de jim

LA HISTORIA DE JIM

Este médico, uno de los miembros pioneros del primer grupo de negros de A. A., cuenta

cómo descubrió la libertad al trabajar con su gente.

Nací en una pequeña aldea de Virginia en una típica familia religiosa. Mi padre, que

era negro, servía a la localidad como médico. Recuerdo que en mi infancia mi madre

me vestía como solía vestir a mis dos hermanas y yo llevaba el pelo largo y rizado

hasta la edad de seis años. A esa edad empecé a asistir a la escuela, y por ello me

deshice de los rizos. Descubrí que ya a esa tierna edad tenía temores e inhibiciones.

Vivíamos a dos o tres casas de la iglesia Bautista y cuando había funerales recuerdo

haber preguntado frecuentemente a mi madre si la persona había sido buena o mala y

si iba a ir al cielo o al infierno. En aquel entonces tenía unos seis años.

Mi madre era recién conversa y de hecho había llegado a ser una fanática religiosa.

Ésa fue la manifestación principal de su neurosis.

Era muy posesiva con sus hijos. Mamá me inculcó un punto de vista muy puritano

sobre las relaciones sexuales, así como sobre la maternidad y la condición de la mujer.

Estoy seguro de que mis ideas referentes a cómo debería ser la vida eran muy

diferentes de las de la persona media con quien yo tenía trato. Más tarde esta

diferencia se iba a hacer sentir en mi vida. Ahora lo sé.

Alrededor de estas fechas, ocurrió en la escuela primaria un incidente que

nunca he podido olvidar porque me demostró que yo era un cobarde. Durante

el período de recreo estábamos jugando al baloncesto y yo, sin querer, hice

caer a un compañero de clase un poco más grande que yo. El agarró el balón y

me pegó un balonazo en la cara. Ésa fue provocación suficiente para pelearme

con él, pero no luché, y después del recreo me di cuenta del porqué. Por miedo,

Y esto me dolió y me dejó muy alterado.

Mamá era de la vieja guardia y creía que yo debía asociarme sólo con gente

correcta. Naturalmente, en mi época, los tiempos había cambiado; ella no se

había ajustado a los cambios. No sé si era buen o malo, sólo sé que la gente

pensaba de otra forma. Ni siquiera no permitía jugar a las cartas en casa; pero

de vez en cuando mi padre nos daba un vasito de whisky con azúcar y agua

templada. En mi casa no había whisky aparte de la reserva privada de mi

padre. Nunca en mi vida lo vi borracho. El solía tomarse un traguito por la

mañana otro por la tarde, y yo también; pero normalmente tenía guardado su

whisky en su oficina. Las únicas ocasiones en que veía a mi madre beber una

bebida alcohólica era durante las Navidades, cuando se tomaba un ponche o

un vaso de vino.

En mi primer año de la escuela secundaria, mi madre sugirió que no me uniera

al cuerpo de cadetes. Consiguió un certificado médico para que yo no tuviera

que ser miembro. No sé si ella era pacifista o si creía que, si hubiera otra

guerra, esto tendría alguna influencia en mi decisión de alistarme.

Alrededor de esta época me di cuenta de que mi punto de vista sobre el sexo

opuesto no se parecía al de los otros muchachos qu yo conocía. Creo que por

esta razón me casé antes de que lo hubiera hecho si no fuera por mi educación.

Mi esposa y yo ahora llevamos 30 años casados. Violeta fue la primera chica

con quien yo salí. En aquel entonces sufrí mucho por ella, porque no era la

clase de muchacha con quien mi madre quería que yo me casara. En primer

lugar ya había estado casada; yo era su segundo marido. Mi madre se sentía

tan resentida por esto que, la primera Navidad después de nuestra boda, no

nos invitó a ir a cenar a su casa. Después del nacimiento de nuestro primer

hijo, mis padres se hicieron aliados nuestros. Más tarde, después de que me

volví alcohólico, ambos se pusieron en contra mía.

Mi padre venía del Sur y había sufrido mucho allí. Quería darme lo mejor, y

creía que lo mejor sería que yo me hiciera médico. Por otro lado, creo que

siempre tuve cierta inclinación hacia la medicina aunque mi punto de vista

sobre la medicina es diferente al de la persona media. Me dedico a la cirugía

porque es algo que se puede ver, es más tangible. Pero recuerdo que en mis

días de posgraduado y residencia cuando iba a ver a los pacientes solía

empezar con un proceso de eliminación y muy a menudo acababa intentando

adivinar lo que tenían. No era así con mi padre. Creo que él posiblemente

tenía el don de la diagnosis intuitiva. Debido a que la medicina no era muy

lucrativa en aquel entonces, mi padre había establecido un buen negocio de

ventas por correo.

No creo haber sufrido mucho a causa de la situación racial porque así era

cuando nací y no conocía nada diferente. No se maltrataba a una persona,

aunque si se hacía, la persona sólo podía sentirse resentida. No podía hacer

nada al respecto. Por otro lado, la situación era muy diferente más al sur. Las

condiciones económicas tenían mucho que ver con esa situación. Con

frecuencia, oía a mi padre decir que su madre hacía uso de los antiguos sacos

de harina, haciendo un agujero al fondo y otros dos en las dos esquinas para

así crear un vestido. Cuando mi padre llegó a Virginia para ir a la escuela,

tenía resentimientos tan fuertes con los "blanquiñosos" sureños, como los solía

tildar, que ni siquiera volvió allí para el funeral de su madre. Dijo que nunca

volvería a pisar las tierras del Sur; y no lo hizo.

Fui a la escuela primaria y secundaria en Washington., D.C., y luego a la

Universidad Howard. Hice mi residencia en Washington.

Nunca tuve muchos problemas en la escuela. Podía hacer mis tareas sin

dificultades. Sólo tenía problemas cuando me encontraba en situaciones

sociales con otra gente. En cuanto a la escuela, siempre sacaba buenas notas.

Esto ocurrió alrededor de 1935 y por estas fechas empecé a beber. De 1930 a

1935, debido a la Gran Depresión y sus secuelas, los negocios iban de mal en

peor. Tenía mi propia consulta médica en Washington, pero había cada vez

menos pacientes y el negocio de ventas por correo empezó a decaer. Por haber

pasado la mayor parte de su tiempo en un pequeño pueblo de Virginia, mi

padre tenía poco dinero y el dinero que había ahorrado y las propiedades que

había adquirido estaban en Washington. Tenía cincuenta años largos y todo lo

que él había emprendido recayó sobre mis hombros cuando se murió en 1928.

Durante los primeros años las cosas no fueron tan mal porque seguían

marchando por su propia inercia. Pero cuando llegó el momento crucial, las

cosas empezaron a venirse abajo y yo con ellas. Creo que hasta este punto sólo

me había emborrachado tres o cuatro veces, y sin duda el whisky no me

causaba ningún problema.

Mi padre había comprado un restaurante que creía me tendría ocupado en mi

tiempo libre, y así fue cómo conocí a Violeta. Vino al restaurante para cenar.

Ya la conocía desde hacía cinco o seis meses. Una tarde, para librarse de mí, se

fue al cine con otra amiga. Un amigo mío, que tenía una farmacia al otro lado

de la calle, pasó por el restaurante un par de horas más tarde y me dijo que

había visto a Violeta en el centro de la ciudad. Le dije que ella me había dicho

que se iba al cine, y como un tonto me enfadé y a medida que se iban

agravando las cosas, me propuse ir a emborracharme. Ésa fue la primera vez

en mi vida que realmente me emborraché. El temor de perder a Violeta y el

sentimiento de que, aunque ella tuviera perfecto derecho a hacer lo que

quisiera, debería haberme dicho la verdad me disgustó. Ese era mi problema:

creía que todas las mujeres deberían ser perfectas.

Creo que no empecé a beber patológicamente hasta 1935 aproximadamente.

Alrededor de esas fechas ya había perdido casi todas mis propiedades con

excepción del lugar donde vivíamos. Las cosas habían ido de mal en peor.

Como consecuencia, tuve que renunciar a muchas cosas a las que me había

acostumbrado, y no me resultó muy fácil hacerlo. Creo que esto fue lo que

realmente me hizo empezar a beber en 1935. Empecé a beber a solas. Volvía a

mi casa con una botella y recuerdo muy claramente que miraba alrededor mío

para ver si Violeta me estaba mirando. Ya debería haber sabido que algo

andaba muy mal. Recuerdo verla observándome. Llegó el momento en que me

habló del asunto, y yo decía que tenía un resfriado y no me sentía bien. Y así

siguieron las cosas durante dos meses, y luego ella volvió a regañarme por la

bebida. En aquel entonces, debido a la revocación de la prohibición,

nuevamente se podía comprar whisky, y yo iba a la tienda para comprar el

mío y lo llevaba a mi oficina para esconderlo debajo del escritorio, y más

adelante en otros lugares, y pronto había acumulado una buena cantidad de

botellas vacías. Mi cuñado estaba viviendo con nosotros en aquel entonces, y

yo le decía a Violeta, “tal vez las botellas sean de tu hermano. No sé.

Pregúntale a él. No sé nada de las botellas." De hecho estaba ansiando

tomarme un trago; sentía que lo necesitaba. Desde aquel momento en adelante,

la mía es la historia típica de un bebedor.

Llegue al punto en que esperaba ansiosamente los fines de semana y las

oportunidades que se me presentaban para beber, y para apaciguarme me

decía que los fines de semana los tenía reservados para mí mismo y que el

beber los fines de semana no interfería en mí vida familiar ni en mis negocios.

Pero los fines de semana iban alargándose hasta incluir los lunes y pronto me

encontré bebiendo todos los días. En esa coyuntura mi trabajo de médico

apenas nos daba lo justo para vivir.

Una cosa peculiar ocurrió en 1940. En ese año, un viernes por la noche, un

hombre a quien conocía hacía varios años, vino a mi consultorio. Mi padre le

había atendido muchos años atrás. La esposa de este hombre había estado

enferma un par de meses, y cuando vino a verme me debía una pequeña

factura. Le receté y le di una medicina. Al día siguiente, sábado, volvió y me

dijo: "Jim, te debo la medicina que me diste anoche. No te pagué." Pensé: "Sé

que no me pagaste porque no te receté nada." Me dijo: "Si. La receta que me

diste anoche para mi esposa." El miedo se apoderó de mí porque no podía

acordarme de nada. Ésa fue la primera laguna mental que tuve que reconocí

como tal. A la mañana siguiente, llevé otra medicina a la casa de ese hombre y

la cambié por la botella que tenía su esposa. Entonces le dije a mi esposa: "hay

que hacer algo." Me llevé esa botella de medicina y se la di a un buen amigo

mío que era farmacéutico para que la analizara y la medicina estaba

perfectamente bien. Pero en este punto me di cuenta de que no podía parar y

que era un peligro para mí mismo y para otros.

Tuve una larga conversación con un psiquiatra sin ningún resultado, y

también por aquella época hablé con un pastor religioso a quien respetaba

mucho. El enfocó el asunto desde la perspectiva religiosa y me dijo que yo no

iba a la iglesia con la debida frecuencia y que le parecía que ésa era, más o

menos, la causa de mis problemas. Me rebele contra esa idea, porque en la

época en que estaba a punto de graduarme de la escuela secundaria, me vino

una revelación acerca de Dios; y me complicó mucho las cosas. Se me ocurrió

la idea de que si Dios, como mi madre decía, era un Dios vengativo, entonces

no podía ser un Dio amoroso. No podía entenderlo. Me rebelé y, a partir de

entonces, no creo que asistiera a la iglesia más de una docena de veces.

Después de este incidente en 1940, busqué otras formas de ganarme la vida.

Tenía un buen amigo que trabajaba en el gobierno, acudí a él para ver si me

podía conseguir un trabajo. Me lo consiguió. Trabajé para el gobierno durante

un año y seguí manteniendo mi consulta por las tardes hasta que las agencias

gubernamentales fueron descentralizadas. Luego me fui al Sur porque me

dijeron que el condado al que me dirigía en Carolina del Norte era un condado

donde no se permitía la venta de alcohol. Pensé que esto sería una gran ayuda

para mí. Conocería a algunas personas nuevas y estaría en un condado seco.

Pero cuando llegué a Carolina del Norte descubrí que no era nada diferente.

El estado era diferente, pero yo no. No obstante, me mantuve sobrio unos seis

meses porque sabía que Violeta iba a venir más tarde con los niños. En aquel

entonces, teníamos dos hijas y un hijo.

Algo paso. Violeta había conseguido un trabajo en Washington. Ella también

trabajaba para el gobierno. Empecé a preguntar dónde podría conseguirme un

trago y descubrí que no era difícil. Creo que el whisky era más barato allí que

en Washington. Las cosas iban empeorando hasta que llegaron a estar tan mal

que el gobierno me volvió a investigar. Por ser alcohólico, astuto y porque aún

me quedaba un poco de sentido común, sobreviví la investigación. Luego sufrí

mi primera hemorragia estomacal grave. Pasé cuatro días sin poder ir a

trabajar.

También me metí en muchas dificultades económicas. Conseguí un préstamo

de $500 del banco y $300 de la casa de empeños y me los bebí rápidamente.

Entonces decidí volver a Washington. Mi esposa me recibió amablemente, a

pesar de que vivía en un apartamento de un solo cuarto con cocina. Se había

visto reducida a esta situación. Prometí que iba a hacer lo debido. Ahora los

dos estábamos trabajando en la misma agencia. Yo seguí bebiendo. Una noche

de octubre me emborraché, me quedé dormido al aire libre bajo la lluvia y me

desperté con pulmonía. Seguíamos trabajando juntos y yo seguía bebiendo y

me imagino que los dos, en lo más profundo de nuestros corazones, sabíamos

que yo no podía dejar de beber. Violeta creía que yo no quería dejar de beber.

Tuvimos varias riñas, y en una o dos ocasiones le di un puñetazo. Decidió que

no quería soportar más. Así que fue al tribunal y habló con el juez. Los dos

idearon un plan según el cual ella podía evitar que yo la importunara de

cualquier manera si así lo quería.

Volví a casa de mi madre para pasar allí unos cuantos días hasta que se

calmaran las cosas, porque el fiscal había despachado una citación para que

yo lo fuera a ver a su oficina. Un policía llamó a la puerta buscando a James

S., pero allí no había nadie con ese nombre. Volvió varias veces. Pasados unos

diez días, me metieron a la cárcel por estar borracho y este mismo policía

estaba en la comisaría cuando me llevaron allí arrestado. Tuve que pagar una

fianza de $300 porque tenía la citación todavía en el bolsillo. Fui a ver al fiscal

y acordamos que yo iría a vivir con mi madre, lo cual quería decir que Violeta

y yo estábamos separados. Seguí trabajando y seguí yendo a almorzar con

Violeta y ninguno de nuestros conocidos en el trabajo sabía que estábamos

separados. Muy a menudo viajábamos juntos al trabajo pero lo que realmente

me daba rabia era la separación.

El siguiente mes de noviembre, me tomé unos días libres después del día de

pago para celebrar mi cumpleaños, que era el 25 de ese mismo mes. Como de

costumbre me emborraché y perdí el dinero. Alguien me lo quitó. Eso era lo

que solía ocurrir. A veces se lo daba mi madre y luego volvía para insistir que

me lo devolviera. Tenía muy poco dinero. Me quedaban cinco o diez dólares en

el bolsillo. El día 24, después de pasar bebiendo todo el día 23, debí de haber

decidido que quería ver a mi esposa para tener una reconciliación o por lo

menos hablar con ella. No recuerdo si fui en tranvía, caminando, o en taxi

Ahora lo único que recuerdo es que Violeta estaba en la esquina de las calles 8

y L, y recuerdo vívidamente que ella llevaba un sobre en la mano. Recuerdo

hablar con ella, pero no lo que pasó después. Lo que realmente pasó fue que

saqué una navaja del bolsillo y la apuñale tres veces. Luego me fui y volví a

casa para acostarme. Alrededor de las 8 ó 9, vinieron dos detectives y un

policía para arrestarme por agresión; y yo me sentí la persona más asombrada

del mundo cuando me dijeron que había agredido a alguien, y especialmente

que había atacado a mi esposa. Me llevaron a la comisaría y me encerraron.

A la mañana siguiente tuve que comparecer ante el juez. Violeta fue muy

amable y explicó al jurado que yo era fundamentalmente un buen hombre y un

buen marido pero bebía demasiado y ella creía que me había vuelto loco y que

me deberían encerrar en un manicomio.

El juez dijo que si a ella le parecía así, haría que me confinaran tres días para

tenerme en observación y examinarme. No hubo ningún tipo de observación.

Puede que hicieran un poco de investigación.

Lo más parecido a un psiquiatra fue un internista que me vino a sacar la

sangre para hacer un análisis. Después del juicio, volví a sentirme magnánimo

y me pareció que debería hacer algo para corresponderle a Violeta su bondad;

así que dejé Washington y me fui a Seattle a trabajar. Estuve allí unas tres

semanas y luego me impacienté y empecé a vagabundear por el país, de aquí

para allá, hasta que acabé en Pennsylvania, en una acería.

Trabajé allí durante unos dos meses y entonces empecé a sentirme indignado

conmigo mismo y decidí volver a casa. Creo que lo que más rabia me daba era

que justo después del Domingo de Resurrección cobre mi sueldo de dos

semanas y decidí que iba a enviarle algún dinero a Violeta y sobre todo que

iba a enviarle un vestido de fiesta a mi hija. Pero daba la casualidad de que

había una tienda de licores entre la acería y la oficina de correos y entré allí

para tomarme un trago.

Naturalmente la niña nunca recibió su vestido. Los $200 dólares que cobre

aquel día de pago acabaron sirviéndome para muy poco.

Ya que sabía que yo solo no sería capaz de guardar la mayor parte de ese

dinero, se lo di a un blanco, dueño del bar que frecuentaba, para que él me lo

guardara. Acordó guardármelo pero yo no dejé de fastidiarle continuamente.

El sábado antes de irme me quedaba un solo billete de 100 dólares; me compré

un par de zapatos y despilfarré casi todo lo que quedaba. Con el poco dinero

restante compré un billete de tren para regresar a Washington.

Unos días después de mi regreso, un amigo me llamó para pedirme que

arreglara un enchufe eléctrico. Pensando únicamente en los dos o tres dólares

que ganaría con los que podría comprarme whisky, hice el trabajo y así fue

como conocí a Ella G., a quien debo mi ingreso a A. A. Fui al taller de mi

amigo para arreglar el enchufe, y allí vi a esta mujer. Ella me observaba sin

decir nada. Finalmente me pregunto: "¿Te llamas Jim S.?" Y le dije que sí. Y

luego me dijo quien era: Ella G. Años atrás cuando la conocí, era bastante

delgada, pero en aquel entonces pesaba más o menos lo que pesa ahora, o sea

alrededor de 90 kilos. No la había reconocido a primera vista, pero en cuanto

me dijo su nombre la recordé inmediatamente. No me dijo nada en esa ocasión

acerca de A.A., ni de conseguirme un padrino, pero me preguntó cómo estaba

Violeta, y le respondí que Violeta estaba trabajando y le dije cómo podría

ponerse en contacto con ella, Pasado un par de días, sonó el teléfono. Era Ella

que me llamaba, Me preguntó si podría enviar a alguien a visitarme para

hablar de un asunto de negocios. No dijo nada de mi consumo de whisky,

porque si lo hubiera hecho, en seguida le habría dicho que no. Le pregunté de

qué trataba este asunto, pero sólo me replicó que este hombre "tiene algo

interesante que decirte, si le permites que vaya." Le dije que no tenía ningún

inconveniente en verlo. Me pidió otra cosa más. Me pidió que, si fuera posible,

estuviera sobrio para la entrevista. Y por ello hice un buen esfuerzo por estar

sobrio ese día; aunque mi sobriedad no era sino una especie de aturdimiento.

Esa tarde, alrededor de las siete, se presentó Charlie G., mi padrino, Al

principio no parecía muy cómodo. Me imagino que podía sentir que yo quería

que se apresurara a decir lo que tuviera que decir y se fuera. Empezó a hablar

acerca de sí mismo. Empezó a contarme sus penas y los problemas que tenía y

me dije, ¿por qué me está contando sus problemas este hombre? Ya tengo los

míos. Finalmente mencionó el asunto del whisky. El seguía hablando y yo

escuchando. Después de pasar él una hora hablando, yo todavía quería que se

apresurara a terminar la historia y que se fuera para que yo pudiera ir a la

tienda antes que cerrase para comprarme whisky. Pero a medida que él

hablaba, iba dándome cuenta que ésta era la primera persona que había

conocido que tenía los mismos problemas que yo y quien, le creo sinceramente,

me comprendía como individuo. Sabía que mi esposa no me entendía, porque

todo lo que le había prometido a ella y a mi madre y a mis más íntimos amigos

lo había hecho con toda sinceridad; pero el ansia de tomarme aquel primer

trago era más poderosa que cualquier cosa.

Después de escuchar a Charlie hablar un rato, me di cuenta que este hombre

tenía algo. En ese corto período de tiempo, logró despertar en mí algo que

había perdido ya hacía muchos años, es decir, la esperanza. Cuando se

marchó, le acompañé a la parada del tranvía, que estaba una media cuadra de

mi casa; pero entre mi casa y la parada había dos tiendas de licores, una en

cada esquina. Cuando Charlie se subió en el tranvía y se fue, regresé a pie a

casa sin siquiera pensar en las tiendas.

El domingo siguiente nos reunimos en casa de Ella G. Allí estaban Charlie y

otros tres o cuatro compañeros. Que yo sepa, ésa fue la primera reunión de un

grupo de A.A. compuesto de gente negra.

Celebramos una o dos reuniones en casa de Ella y luego dos o tres en la casa

de su madre. Entonces Charlie, u otro compañero, sugirió que nos pusiéramos

a buscar una sala para reunimos en una iglesia u otro local. Abordé a varios

pastores religiosos para proponerles la idea y todos decían que era una idea

muy buena pero nadie nos ofreció un espacio. Así que fui al YMCA y ellos

muy amablemente nos permitieron utilizar una sala a un alquiler de dos

dólares por sesión.

En aquel entonces efectuábamos nuestras reuniones los viernes por la tarde.

Huelga decir que al comienzo no eran muy concurridas; la mayoría de las

veces los únicos presentes éramos Violeta y yo. Pero con el tiempo logramos

que otros dos o tres vinieran y se quedaran, y de alli, por supuesto, fuimos

creciendo.

No he mencionado todavía el hecho de que Charlie, mi padrino, era blanco, y

cuando iniciamos nuestro grupo contamos con la ayuda unos grupos de gente

blanca de Washington. Muchos compañeros, miembros de estos grupos, venían

y nos apoyaban y nos explicaban como efectuar las reuniones. Y también nos

ayudaron mucho, enseñándonos a hacer el trabajo de Paso Doce. Para decir

verdad, si no hubiéramos podido contar con su ayuda, no habríamos

sobrevivido. Nos ahorraron mucho tiempo y una gran pérdida de esfuerzos. Y

a demás nos prestaron ayuda económica. Incluso cuando sólo teníamos que

pagar dos dólares de alquiler por la sala de reuniones, a menudo eran ellos los

que lo pagaban porque nuestra colecta era muy pequeña.

En esa época yo no trabajaba. Violeta me estaba cuidando y yo estaba dedicando mi

tiempo a la fundación de nuestro grupo.

Trabaje únicamente en esto durante seis meses. Iba recogiendo a los alcohólicos, uno

tras otro, porque quería salvar a todo el mundo. Había descubierto este “algo” nuevo,

y quería darlo a todos los que tenían un problema. No acabamos salvando a todo el

mundo, pero nos las arreglamos para ayudar a algunas personas

005 EL CICLO VIVIOSO.mp3
03 June 2023
005 EL CICLO VIVIOSO.mp3
EL CICLO VICIOSO
Cómo acabó quebrantando la obstinación de este vendedor sureño y lo puso
en camino de fundar A. A. en Philadelphia.
El 8 de enero de 1938, ese fue mi Día-D; el lugar, Washington, D.C.
Ese último viaje en carrusel empezó el día antes de Navidad y en esos 14 días
yo había logrado mucho. Primero mi nueva esposa me abandono llevando
consigo las maletas y los muebles; luego el dueño de mi apartamento me echó
del apartamento vacío; y para colmo perdí otro empleo. Después de pasar un
par de días en varios hoteles de un dólar al día y una noche en la cárcel,
acabé en el portal de la casa de mi madre, temblando violentamente, con una
barba de tres días y, como costumbre, sin dinero. Muchas cosas parecidas me
habían sucedido varias veces en el pasado; pero en esta ocasión pasaron todas
a la misma vez.
Allí me encontraba a la edad de 39 años, un desastre total. Nada había salido
bien. Mi madre aceptó alojarme sólo a condición de estar encerrado bajo
llave en un pequeño almacén después de haberle dado a ella mis zapatos y mi
ropa. Ya habíamos jugado este juego. Jackie me encontró así, en paños
menores, tumbado en un catre, temblando, empapado de un sudor frío, con el
corazón latiéndome con fuerza, y con hormigueo por todo el cuerpo. De
alguna manera, siempre me las arreglaba para evitar los delirium tremens.
Tengo graves dudas de que hubiera llegado a pedir ayuda si no hubiera sido
por Fitz, un viejo compañero de la escuela, quien convenció a Jackie de que
me visitara. Si hubiera llegado dos o tres días más tarde, creo que lo habría
echado a la calle, pero apareció cuando yo estaba abierto a cualquier cosa.
Jackie se presentó alrededor de las siete de la tarde y hablamos hasta las tres
de la mañana. No me acuerdo mucho de lo que dijo pero me di cuenta de que
tenía enfrente de mí a alguien exactamente como yo; él había pasado tiempo
en los mismos manicomios y la cárceles, había conocido la misma pérdida de
trabajos, las frustraciones, el mismo aburrimiento y la misma soledad. Tal vez
hubiera conocido todo esto mejor y con mayor frecuencia que yo. No obstante
estaba feliz, relajado, seguro de sí mismo y riéndose. Aquella noche por
primera vez en mi vida, admití sin rodeos lo solo que me sentía Jackie me
habló acerca de un grupo de personas en Nueva York, al que pertenecía mi
viejo amigo Fitz, que tenían el mismo problema que yo y que, trabajando
juntos para ayudarse unos a otros, ya no bebían y se sentían felices como él
mismo. Dijo algo acerca de Dios o algún Poder Superior, pero yo le hice poco
caso, todo eso no me interesaba nada. Del resto de la conversación, poco se me
quedó en la memoria, pero sé que dormí el resto de aquella noche, y antes
nunca había podido pasar una noche entera durmiendo.

Esa fue mi introducción a esta "Comunidad comprensiva," a la que un año
más tarde se pondría el nombre de Alcohólicos Anónimos. Todos los que somos
miembros de A.A. conocemos la tremenda alegría que hay en nuestra
sobriedad; pero también hay tragedias. La historia de mi padrino, Jackie, era
una de éstas. Atrajo a muchos de nuestros pioneros, pero él mismo no logró
mantenerse sobrio y murió de alcoholismo. La lección que aprendí por su
muerte queda grabada en mi memoria; no obstante, muchas veces me
pregunto qué hubiera pasado si otra persona hubiera venido a hacerme
aquella primera visita. Así que siempre digo que mientras tenga presente ese
día 8 de enero me mantendré sobrio.
La pregunta perenne en A.A. es qué fue primero: la neurosis o el alcoholismo.
Me gusta creer que yo era una persona bastante normal antes de que el alcohol
se apoderara de mí. Pasé los primeros años de mi vida en Baltimore, donde mi
padre era médico y comerciante en cereales. Mi familia era de posición
acomodada y aunque mis padres bebían, a veces demasiado, no eran
alcohólicos. Mi padre era una persona muy bien integrada y a pesar de que mi
madre era algo nerviosa y un poco egoísta y exigente, nuestra vida familiar era
bastante armoniosa. Éramos cuatro hijos; dos de mis hermanos se convirtieron
en alcohólicos y uno murió de alcoholismo, pero mi hermana nunca se ha
tomado un trago en su vida.
Asistí a las escuelas públicas hasta la edad de 13 años sin tener que repetir
ningún curso y con calificaciones medias. No he dado muestras de ningún
talento especial, ni he tenido ambiciones frustrantes. A los 13 años me
enviaron a un prestigioso internado protestante en Virginia, donde estudié
cuatro años y me gradué sin honores especiales. Era miembro del equipo de
tenis y de atletismo me llevaba bien con los muchachos y tenía un amplio
círculo de amistades, pero ningún amigo íntimo. Nunca añoré mi hogar y
siempre era bastante autosuficiente.
No obstante, en este lugar di mi primer paso hacia el alcoholismo al empezar a
sentir una tremenda aversión por todas las iglesias y religiones establecidas. En
esta escuela había lecturas de la Biblia antes de las comidas, y los domingos se
celebraban cuatro servicios, y me puse tan rebelde que juraba que nunca me
uniría o asistiría a ninguna iglesia, excepto en bodas y funerales.
A los 17 años me matriculé en la universidad, para contentar a mi padre que
quería que estudiara medicina como él. Allí me tomé mi primer trago y lo
recuerdo todavía, porque cada "primer" trago que tome después de éste tenía
exactamente el mismo efecto: podía sentirl o pasar por todas partes de mi
cuerpo hasta los dedos de los pies.
Pero cada trago después del primero parecía tener menos efecto y después de tres o
cuatro todos eran como agua. Nunca fui un borracho gracioso; cuanto más bebía más
silencioso estaba, y cuanto más borracho estaba, más luchaba por mantenerme
sobrio. Así que está claro que nunca me divertí bebiendo. Siempre parecía el más
sobrio del grupo y de pronto era el más borracho. Incluso aquella primera noche tuve
una laguna mental, lo que me lleva a creer que era alcohólico desde el primer trago.
Mi primer año de universidad, apenas aprobé mis cursos. Me especialicé en póker y

en beber. No quise unirme a ninguna fraternidad estudiantil, ya que quería ir por la
libre y aquel primer año me limitaba a borracheras de un día una o dos veces a la
semana. El segundo año sólo bebía los fines de semana, pero casi me expulsaron por
fracasar en mis estudios.
En la primavera de 1917 para evitar que me echaran de la universidad, me volví
"patriótico" y me alisté en el ejército. Soy uno de los que salieron del ejército con un
rango inferior al que tenía al entrar. Había asistido el verano anterior al campamento
de entrenamiento para oficiales y por ello entré con el rango de sargento pero salí con
el rango de soldado raso, y uno tiene que ser una persona bastante rara para hacer
eso. En los dos años siguientes fregué más sartenes v pelé más papas que ningún otro
recluta. En el ejército me convertí en alcohólico periódico: los períodos ocurrían
cuando podía crearme la oportunidad. No obstante, me las arreglé para evitar el
calabozo. Mi última borrachera en el ejército duró desde el 5 hasta el 11 de
noviembre de 1918. El día 5 nos enteramos por la radio de que al día siguiente se iba
a firmar el armisticio (una noticia prematura) así que me tomé un par de coñacs para
celebrar; luego me subí a un camión y me fui sin permiso. Recuperé el conocimiento
en Bar-le-Duc, a muchas millas de la base. Era el 11 de noviembre y las campanas
estaban repicando y las sirenas estaban sonando por ser el día real del armisticio. Allí
estaba yo, sin afeitar, con las ropas rasgadas y sucias sin ningún recuerdo de haber
deambulado por toda Francia; y no obstante era un héroe para los franceses. De
regreso a la base, me lo perdonaron todo por ser el fin de la guerra; pero a la luz de lo
que he aprendido desde entonces, sé que era un alcohólico empedernido a la edad de
19 años.
Terminada la guerra y de regreso en Baltimore con mi familia, me dedique a varios
trabajos durante los tres años siguientes, y luego conseguí un puesto como agente de
ventas, uno de los diez primeros empleados de una nueva compañía nacional de
finanzas. ¡Qué oportunidad perdí! Esta compañía ahora tiene un volumen de ventas
anual de más de tres mil millones de dólares. Tres años más tarde, a la edad de 25
años, abrí su sucursal en Philadelphia y estaba ganando más dinero de lo que he
ganado desde entonces. Yo era sin duda el niño mimado, pero pasados dos años me
pusieron en la lista negra por borracho irresponsable. No se tarda mucho en llegar al
fondo.
Mi siguiente empleo fue en promoción de ventas para una compañía petrolera de
Mississippi en la que tuve un rápido ascenso y recibí muchas palmaditas en la
espalda. Luego, en un corto período de tiempo, destrocé dos automóviles de la
compañía y ¡zas! me despidieron. Por extraño que parezca, el pez gordo que me
despidió fue uno de los primeros hombres con quien me tropecé cuando me uní más
tarde al grupo de A. A. de Nueva York. Él también tuvo que pasar por grandes
penalidades y llevaba dos años sin beber cuando lo volví a ver.
Después de perder el trabajo con la compañía petrolera, volví a Baltimore a vivir con
mi madre, ya que mi primera esposa me había dicho adiós para siempre. Luego tuve
un trabajo en ventas con una compañía nacional de fabricación de neumáticos.
Reestructuré la política de ventas en la ciudad y, dieciocho meses más tarde, cuando
tenía 30 años, me ofrecieron la gerencia de la sucursal. Como parte de este ascenso,
me enviaron a su convención nacional en Atlantic City para contarles a los ejecutivos
cómo lo había hecho. En aquella época me limitaba a beber los fines de semana, pero
ya hacía un mes que no me había tomado nada. Llegado a mi habitación del hotel vi

un anuncio debajo de un vaso que había en el escritorio que decía: “Esta
absolutamente prohibido beber en esta convención," firmado por el presidente de la
compañía. Eso fue el colmo. ¿Quién, yo? ¿El personaje importante? ¿El único
vendedor invitado a hablar en la convención? ¿El hombre que el lunes iba a asumir el
mando de una de las sucursales más grandes? Les iba a enseñar quién manda aquí,
Nadie de esa compañía me volvió a ver. Diez días más tarde telegrafié mi dimisión.
Mientras las cosas presentaran dificultades y el trabajo fuera exigente, yo siempre
podía arreglármelas para controlar la situación, pero en cuanto captaba el truco,
lograba dominar el asunto y el jefe me daba una palmadita en la espalda, estaba
perdido. Los trabajos rutinarios me resultaban aburridos; por otro lado aceptaba los
más complicados que podía encontrar y trabajaba día y noche hasta tenerlo bajo
control; luego se convertía en algo tedioso, y yo perdía todo el interés en hacerlo.
Nunca me preocupaba por los trabajos de seguimiento e invariablemente me
premiaba a mí mismo por mis esfuerzos con aquel "primer" trago.
Después del trabajo con la compañía de neumáticos, llegó la década de los 30, la
depresión y la cuesta abajo. En los ocho años antes de que A.A. me encontrara tuve
más de cuarenta trabajos, de vendedor y viajante, uno tras otro, y siempre la misma
rutina. Trabajaba como un loco durante tres o cuatro semanas sin tomarme un solo
trago; ahorraba dinero; pagaba algunas facturas y luego me "premiaba" a mí mismo
con alcohol. Entonces volvía de nuevo a la ruina, me escondía en hoteles baratos por
todo el país, pasaba alguna que otra noche en la cárcel, aquí o allá, y siempre tenía ese
horrible sentimiento: "Qué más da, no hay nada que merezca la pena." Cada vez que
sufría una laguna mental, y eso me pasaba cada vez que bebía, me sobrevenía aquel
temor que me atormentaba: "¿Qué habré hecho esta vez?" En una ocasión lo supe.
Muchos alcohólicos saben que pueden ir con la botella a un cine barato y beber,
dormir, despertarse y volver a beber en la oscuridad. Fui a uno de esos cines una
mañana con mi botella y al salir por la tarde, de camino a casa compré un periódico.
Imagínense mi sorpresa al leer en la primera página que aquel día, alrededor del
mediodía, me habían sacado del cine inconsciente y me habían llevado en ambulancia
al hospital, me habían hecho un lavado de estómago y luego me dejaron ir.
Evidentemente volví en seguida al cine con una botella, me quedé allí varias horas y
luego me fui a casa sin acordarme de lo que había pasado.
Es imposible describir el estado mental del alcohólico enfermo. No me sentía
resentido con nadie en particular; el mundo entero estaba equivocado. Mis ideas
iban dando vueltas: ¿De qué se trata todo esto? La gente tiene sus guerras; se matan
unos a otros; luchan ferozmente por conseguir el éxito y ¿qué sacan de esto? ¿No he
tenido yo éxito? ¿No he logrado cosas extraordinarias en el mundo de los negocios?
¿Qué saco yo de todo eso? Todo anda mal y no me importa nada. Durante los
últimos años de mi carrera de bebedor, rezaba durante cada borrachera para no
despertarme nunca. Tres meses antes de conocer Jackie, hice mi segundo pobre
intento de suicidarme. Esa fue la historia que me llevó a estar dispuesto a escuchar
aquel 8 de enero. Después de pasar dos semanas sin beber, pegado a Jackie, me di
cuenta de que me había convertido en padrino de mi padrino, porque de pronto él se
emborrachó. Me asombró enterarme de que él solo llevaba un mes sin beber cuando
me pasó el mensaje. Pero hice una llamada de socorro al grupo de Nueva York, a
quienes aún no había conocido, y me sugirieron que fuéramos los dos. Fuimos al día
siguiente y qué experiencia fue. Tuve una auténtica oportunidad de verme a mí

mismo desde el punto de vista del no bebedor. Fuimos a la casa de Hank, el hombre
que me había despedido once años antes en Mississippi y allí conocí a Bill, nuestro
fundador. Bill llevaba tres años sobrio y Hank, dos. Los consideraba en aquel
entonces un par de chiflados porque no sólo iban a salvar a todos los borrachos del
mudo sino también a toda la gente normal. Ese primer fin de semana hablaban
únicamente de Dios y cómo iban a arreglar la vida de Jackie y la mía. En aquellos días
solíamos hacer los inventarios de nuestros compañeros rigurosa y frecuentemente. A
pesar de todo esto, me gustaban estos nuevos amigos porque eran como yo. Todos
habían sido personajes periódicos que habían metido la pata repetidamente en los
momentos más inoportunos, y sabían, como yo, dividir un fósforo de cartón en tres
fósforos separados. (Es muy útil saber hacerlo en lugares donde se prohíben los
fósforos.) Ellos también habían ido en tren a un pueblo lejano sólo para despertarse
en otro a cientos de millas de distancia en la dirección opuesta sin saber nunca cómo
llegaron allí. Parecía que teníamos en común los mismos viejos hábitos. Durante ese
primer fin de semana, decidí quedarme en Nueva York y aceptar todo lo que me
ofrecían con excepción de "todo eso de Dios." Yo sabía que ellos tenían que enderezar
sus ideas y sus costumbres; pero, yo estaba bien, solamente bebía demasiado. Con
unos dólares para empezar y un pequeño empuje, pronto volvería a triunfar. Llevaba
tres semanas sin beber, ya había limado las asperezas, y por mí mismo había
conseguido que mi padrino lograra su sobriedad.
Bill y Hank acababan de tomar posesión de una pequeña fábrica de cera para
automóviles y me ofrecieron un trabajo: diez dólares a la semana y pensión completa
en la casa de Hank. Estábamos a punto de llevar a la quiebra a Dupont.
En aquel entonces, el grupo de Nueva York estaba compuesto de unos doce hombres
que trabajábamos de acuerdo al principio de sálvese quien pueda; no teníamos
ninguna fórmula, ni siquiera un nombre. Seguíamos durante un tiempo las ideas de
un hombre hasta decidir que estaba equivocado y luego cambiábamos de método
siguiendo el ejemplo de otro. No obstante lográbamos mantenernos sobrios mientras
permanecíamos unidos y seguíamos hablando. Había una reunión cada semana en la
casa de Bill en Brooklyn, y todos nos íbamos turnando para jactarnos de haber
transformado nuestras vidas de la noche a la mañana, y de la cantidad de borrachos
que habíamos salvado y enderezado y, por último pero no por ello menos importante,
para alardear del hecho de que Dios nos había tocado personalmente a cada uno de
nosotros. ¡Qué cuadrilla de idealistas confundidos! Sin embargo todos abrigábamos
un solo propósito sincero en lo más profundo de nuestros corazones: el de no beber.
Durante los primeros meses en nuestra reunión semanal yo era un peligro patente
para la serenidad, porque aprovechaba toda oportunidad para arremeter contra ese
"aspecto espiritual", según lo llamábamos, o cualquier otra cosa que tuviera el más
leve olor a teología. Más tarde descubrí que los ancianos habían estado celebrando
muchas reuniones rezando para encontrar una solución que les permitiera echarme a
la calle y al mismo tiempo seguir siendo tolerantes y espirituales. No parecía que sus
súplicas hubieran tenido una respuesta porque allí estaba yo sobrio y vendiendo
cantidad de cera para automóviles, de lo que ellos estaban realizando un beneficio del
mil por ciento. Así que seguí avanzando feliz e independiente por mi propio camino
hasta junio, cuando me fui de viaje para vender cera de automóviles por Nueva
Inglaterra. Al final de una buena semana de ventas, dos clientes me invitaron a
almorzar el sábado. Pedimos bocadillos y un hombre dijo “y tres cervezas." No puse

ninguna objeción. Terminadas estas otro hombre dijo "tres cervezas" y no puse
objeción. Luego me tocó a mí pedir “tres cervezas"; pero esta vez fue diferente;
había hecho una inversión de capital de 30 centavos lo cual, con un sueldo de diez
dólares a la semana, representaba una cantidad importante. Por ello me bebí las tres
cervezas, una tras otra y les dije a mis clientes, "nos veremos, muchachos," y me fui a
la tienda a la vuelta de la esquina para comprarme una botella, y no los volví a ver
nunca más.
Me había olvidado completamente de ese día 8 de enero cuando encontré la
Comunidad, y pasé los cuatro días siguientes vagando medio borracho por Nueva
Inglaterra, es decir no podía emborracharme ni desembriagarme. Intenté ponerme
en contacto con los muchachos, de Nueva York, pero me devolvieron los telegramas
y cuando por fin logre contactar con Hank por teléfono, me despidió
inmediatamente. En esa coyuntura me puse por primera vez a mirarme
sinceramente a mí mismo. Me sentía más solo que nunca, porque incluso mis
compañeros, gente como yo, se habían alejado de mí. Esta vez me dolió de verdad
más que cualquier resaca que hubiera tenido. Se desvaneció mi brillante
agnosticismo, porque vi por primera vez que los que realmente tenían fe, o por lo
menos estaban intentando seriamente encontrar un Poder superior a ellos mismos,
estaban más serenos y contentos de lo que yo había estado nunca, y parecían
conocer un grado de felicidad que yo no había conocido nunca.
Unos pocos días más tarde, después de vender lo que me quedaba de cera para cubrir
los gastos, llegué a Nueva York arrastrándome y con la lección bien aprendida.
Cuando mis compañeros vieron la transformación de mi actitud, me volvieron a
aceptar; pero por mi propio bien, tuvieron que ser duros conmigo; si no lo hubieran
hecho así, no creo que me hubiera quedado. Nuevamente me veía enfrentado al
desafío de un trabajo difícil, pero esta vez estaba decidido a seguir adelante. Durante
mucho tiempo el único Poder Superior que yo podía reconocer era el poder del
grupo; pero esto era mucho más de lo que yo había podido hacer antes, y era por lo
menos un comienzo. También era un fin, porque desde el 16 de junio de 1938, no he
tenido que andar solo nunca.
En ese entonces, se estaba redactando nuestro Libro Grande y todo estaba
volviéndose más sencillo; teníamos una fórmula bien definida y todos estábamos de
acuerdo en que este método era el término medio para todos los alcohólicos que
deseaban la sobriedad. Esta fórmula no ha cambiado nada a lo largo de los años. No
creo que los muchachos estuvieran perfectamente convencidos de la autenticidad de
mi cambio de personalidad, porque no quisieron publicar mi historia en el libro, así
que mi única colaboración en sus trabajos literarios fue mi firme creencia —por ser
todavía un rebelde teológico— de que se debería matizar la palabra Dios añadiendo la
frase "según nosotros Lo concebimos" porque a mí no me era posible aceptar la
espiritualidad de otra manera.
Después de publicar el libro, todos nos encontrábamos muy atareados intentando
salvar a todo el mundo; pero de hecho yo me mantenía al margen de A.A. Aunque
asistía a las reuniones y estaba de acuerdo con todo lo que se hacía allí, nunca acepté
un puesto de liderazgo activo hasta febrero de 1940. En esas fechas conseguí un buen
puesto de trabajo en Philadelphia y pronto me di cuenta de que si quería seguir
manteniéndome sobrio, tendría que tener algunos alcohólicos alrededor mío. Y así me
encontré en un nuevo grupo.

Cuando me puse a decirles a los muchachos cómo lo hacíamos en Nueva York y a
hablarles detalladamente sobre el aspecto espiritual del programa, descubrí que no
me iban a creer a no ser que predicara con el ejemplo. Y luego me di cuenta de que
mientras iba aceptando la transformación espiritual o de personalidad, me iba
sintiendo cada vez más sereno. Al decirles a los principiantes cómo podrían cambiar
sus vidas y sus actitudes me veía a mí mismo cambiando un poco. Yo había sido
demasiado autosuficiente para hacer un inventario moral, pero descubrí que al
indicarle al recién llegado sus malas actitudes y acciones, estaba efectivamente
haciendo mi propio inventario moral, y si esperaba que él fuera a cambiar, yo tendría
que hacer algo para efectuar un cambio en mí mismo. Este proceso de cambiar ha
sido para mi largo y lento, pero durante estos últimos años los dividendos han sido
tremendos.
En el mes de junio de 1945, acompañado de otro miembro, fui a hacer mi primera y
única visita de Paso Doce a una mujer alcohólica, y pasado un año me casé con ella.
Se ha mantenido sobria ininterrumpidamente desde entonces, y esto ha sido muy
bueno para mí.
Podemos ser partícipes en las risas y las lágrimas de nuestros muchos amigos; y, lo
más importante, podemos compartir nuestra manera de vida de A.A. y se nos ofrece
cada día una oportunidad de ayudar a otras personas.
Pa ra concluir, sólo puedo decir que sea cual sea el desarrollo o la comprensión que
yo haya conocido y experimentado, no tengo ningún deseo de graduarme. Muy rara
vez he faltado a las reuniones del grupo de A.A. de mi barrio y, como promedio, asisto
a dos reuniones a la semana por lo menos. He servido solamente en un comité durante
los ú lti m os nueve años, porque creo que tuve mis oportunidades de hacerlo durante
mis primeros años y ahora les corresponde a los recién llegados cubrir estos puestos.
Ellos son mucho más despabilados y progresistas que éramos nosotros, los
fundadores, y el futuro de nuestra comunidad está en sus manos. Ahora vivimos en el
oeste del país y nos consideramos afortunados de poder contar con la Comunidad de
nuestra área: buena, sencilla y amigable; y nuestro único deseo es seguir participando
en A.A. y contribuyendo. Nuestro lema predilecto es: “Tómalo con calma.”
Y sigo creyendo que mientras tenga presente aquel día 8 de enero en Washington, con
la gracia de Dios, según lo concibo yo, me mantendré felizmente sobrio
004 NUESTRO AMIGO ELO SUREÑO.mp3
03 June 2023
004 NUESTRO AMIGO ELO SUREÑO.mp3
NUESTRO AMIGO SUREÑO
Pionero de Alcohólicos. Anónimos., hijo de ministro religioso, y granjero sureño, preguntó: "¿Quién soy yo para decir
que no hay Dios?”
Mi padre es un ministro episcopalian y su trabajo le lleva a hacer largos viajes por malas carreteras. Tiene pocos feligreses, pero muchos amigos porque para él no tiene importancia la raza, el credo o la situación social. Aquí viene
ahora en su carruaje. Tanto él como su viejo Maud están contentos de llegar a casa. El viaje fue largo y frío, pero estaba agradecido por los ladrillos calientes que una atenta persona le había dado para calentarse los pies. Muy pronto la cena en la mesa. Mi padre bendice la mesa, lo cual atrasa mi ataque a las tortas de trigo sarraceno y las salchichas.
Llega la hora de acostarse. Subo a mi habitación en el ático. Hace frío y por eso me meto en seguida en la cama. Me meto debajo de la pila de mantas y apago la vela. Se está levantando el viento y aúlla alrededor de la casa. Pero yo me siento a salvo y seguro. Me quedo tranquilamente dormido.
Estoy en la iglesia. Mi padre está dando el sermón. Una avispa está subiendo por la espalda de una mujer que está enfrente de mí.
Me pregunto si le llegará al cuello. ¡Qué lástima! Se ha ido volando. Por fin. Se ha terminado el sermón.
"Dejad que vuestra luz brille ante los hombres para que puedan ver vuestras buenas obras." Busco mi moneda de cinco centavos para echar en el platillo para que se vean las mías.
Estoy en el cuarto de un compañero de la universidad. Me pregunta: "Novato, ¿te tomas un trago de vez en cuando?" Vacilo en responder. Mi padre nunca me ha hablado directamente acerca de la bebida, pero que yo sepa él no bebía.
Mi madre odiaba el alcohol y tenía miedo a los borrachos. Su hermano había sido un bebedor y murió en u hospital del estado para los locos. Pero no se hablaba de su vida, al menos conmigo. Nunca me había tomado un trago, pero
había visto en los muchachos que bebían la suficiente alegría como para despertar mi interés. Nunca llegaría a ser como el borracho del pueblo.
"Bien," dijo mi compañero, "¿lo haces?"
"De vez en cuando," dije mintiendo. No quería que pensase que yo era un mariquita.
Nos sirvió un par de copas. "Salud," dijo. Me la tomé de un trago y me atraganté. No me gustó, pero no lo dije. Me sobrevino una agradable sensación de bienestar. Después de todo esto no estaba mal. Sí, me tomaré otra. Me sentía cada vez mejor. Llegaron otros muchachos. Se me desató la lengua.
Todo el mundo se estaba riendo a carcajadas. Yo era ocurrente. No tenía ningún sentimiento de inferioridad. Ni siquiera estaba avergonzado de mis piernas delgadas. Esto era estupendo. La habitación se iba llenando de una neblina. La luz eléctrica empezó a moverse. Luego aparecieron dos bombillas. Las caras de los otros muchachos
parecían cada vez más borrosas. Qué mal me sentía. Me fui tambaleante hasta al baño. No debería haber bebido tanto ni tan de prisa. Pero ahora sabía cómo hacerlo. Después de esto bebería como un caballero.
Y así conocí a Don Alcohol, el gran señor que a mi petición me convertía en una persona jovial, que me daba tan buena voz cuando cantábamos y que me liberaba del temor y de los sentimientos de inferioridad. Era sin duda mi buen amigo.
Hora de los exámenes finales de mi último año y todavía tengo una posibilidad de graduarme. No habría intentado hacerlo, pero mi madre lo espera con mucha ilusión. Gracias a un ataque de sarampión no me expulsaron durante mi
segundo año.
Pero el fin está cerca. Mi último examen es bastante fácil. Miro las preguntas que hay en la pizarra. No puedo recordar la respuesta a la primera. Probaré la segunda. Esta tampoco. No parece que me acuerde de nada. Me concentro en
una de las preguntas. No puedo fijar la atención en lo que estoy haciendo. Me siento nervioso. Si no empiezo pronto no me dará tiempo a terminar. En vano.
No puedo pensar.
Me voy de la sala, lo cual se permite por el sistema de honor. Voy a mi cuarto. Me sirvo un trago de whisky con soda. Ahora vuelvo al examen. Mi pluma corre a toda prisa por la hoja. Sé lo suficiente para aprobar. Qué fiel amigo es Don
Alcohol. Puedo contar con su ayuda.
Qué poder ejerce sobre la mente. Me ha otorgado mi diploma.
Pesas menos de lo normal. Cuánto odio esta frase. Tres veces intenté alistarme en el ejército y tres veces me echazaron por delgado. Claro que me he recuperado recientemente de una pulmonía y tengo una excusa, pero mis
amigos ya están en la guerra o de camino y yo no lo estoy. Visito a un amigo que está esperando órdenes. Prevalece el ambiente de "come, bebe y diviértete" y lo absorbo. Todas las noches bebo mucho. Puedo aguantar mucho ahora, más que los demás.
t e n g o que pasar un reconocimiento médico para alistarme y me admiten Tengo que presentarme en el campo de entrenamiento el 13 de noviembre. Se firma el Armisticio el día 11 y se suspende el reclutamiento. Nunca fui al ejército. La guerra me deja con un par de mantas, un equipo de aseo, un suéter hecho por mi hermana y un sentimiento de inferioridad aún más grande.
S o n l a s diez de la noche de un sábado. Estoy trabajando duro en libros de contabilidad de una sucursal de una compañía grande.
He tenido experiencia en vender, cobrar cuentas y en contabilidad y voy ascendiendo los peldaños.
Y entonces llega el colapso. El algodón cayó a pique y no se podía cobrar cuentas. Un superávit de 23 millones despareció. Oficinas cerradas y empleados despedidos. A mí me han transferido con los libros de contabilidad
a la sede central. No tengo a nadie que me ayude y trabajo por las noches, los sábados y los domingos. Me han reducido mi sueldo. Afortunadamente, mi esposa e hijo recién nacido están en casa de unos familiares. Me siento
agotado. El médico me ha dicho que si no trabajo al aire libre acabaré con tuberculosis. Pero qué voy a hacer. Tengo que mantener a la familia. No tengo tiempo para buscar otro trabajo.
Busco la botella que George el ascensorista acaba de darme.
Soy viajante. Se ha acabado el día sin mucho éxito. Voy a acostarme. Me gustaría estar en casa con la familia y no en este lúgubre hotel.
Pero mira quién está aquí. Mi amigo Carlitos. Cuánto me alegro de verte. ¿Cómo estás? ¿Una copita? Claro que sí. Compramos un galón de whisky, por qué está tan barato. No obstante, todavía ando con paso bastante seguro usando me voy a la cama. Llega la mañana. Me siento horrible. Un traguito me ayuda a enderezarme.
Pero tengo que tomarme algunos más para mantenerme en pie.
Ahora soy maestro en una escuela para muchachos. Estoy contento en mi trabajo. Me llevo bien con los muchachos y lo pasamos muy bien en clase y fuera.
Las facturas del médico son muy elevadas y la cuenta de banco es baja. Mis suegros nos ayudan. Tengo el orgullo herido y estoy lleno de autocompasión.
No parece que nadie me compadezca por mi enfermedad y yo no reconozco el amor que motiva el regalo.
Llamo al contrabandista para llenar mi barril carbonizado; pero no espero a que el barril suavice la bebida. Me emborracho. Mi esposa está muy triste. Su padre viene para sentarse conmigo. Nunca me dice nada hiriente. Es un
verdadero amigo, pero yo no sé apreciarlo.
Nos quedamos en casa de mi suegro. Mi suegra está en el hospital en condición crítica. No puedo dormir. Tengo que calmarme. Bajo la escalera furtivamente y saco una botella de whisky del sótano. Me sirvo unos cuantos tragos uno tras otro. Aparece mi suegro. Le pregunto si le gustaría un trago. No, me dice nada y parece que ni siquiera me ve. Se le muere su esposa esa noche.
Mi madre ya lleva mucho tiempo muriéndose de cáncer. Se está acercando al fin y está en el hospital. He estado ebiendo mucho sin llegar a emborracharme. No puedo dejar que mi madre lo sepa. La veo a punto de morir.
Vuelvo al hotel donde me alojo y consigo ginebra del botones. Me la bebo y me acuesto. Me tomo otros tragos más por la mañana y voy a visitar a mi madre.
No puedo soportarlo. Vuelvo al hotel y consigo más ginebra. Sigo bebiendo sin tregua. Recobro el conocimiento a las tres de la mañana. Se ha vuelto a apoderar de mí una tortura indescriptible. Enciendo la luz. Tengo que salir
del cuarto o me voy a tirar por la ventana. Voy caminando millas y millas. En vano. Voy al hospital donde he trabado amistad con el superintendente de noche. Me mete en la cama y me pone una inyección.
Estoy en el hospital visitando a mi esposa. Tenemos un nuevo hijo.
Pero ella no está contenta de verme. He estado bebiendo durante el parto Su padre se queda con ella.
Un día de noviembre frío y sombrío. He venido luchando ferozmente por dejar de beber, pero he perdido todas las batallas. Le digo a mi esposa que no puedo dejar de beber. Me suplica que me ingrese en un hospital para alcohólicos que alguien nos ha recomendado.
Acepto hacerlo. Ella hace los arreglos, pero rehusó ir. Lo haré por mi cuenta a solas. Esta vez lo dejo para siempre. Sólo me voy a tomar unas pocas cervezas de vez en cuando.
En el último día del siguiente mes de octubre, una mañana oscura y lluviosa.
Me despierto encima de un montón de heno en un granero.
Busco la bebida y no la encuentro. Me acerco a una mesa y me bebo cinco botellas de cerveza. Tengo que conseguir licor. De repente me siento desesperado, no puedo más. Voy a casa. Mi esposa está en el salón. Me estuvo buscando toda la noche desde que abandoné el auto y me fui vagando por ahí.
Siguió buscándome por la mañana. Ya no puede aguantar más. Es inútil seguir intentándolo porque no hay remedio. "No digas nada", le digo. "Voy a hacer algo."
Estoy en un hospital para alcohólicos. Soy alcohólico. El manicomio me espera. ¿Me podrían encerrar en casa? Otra tontería. ¡Podría! irme al oeste y vivir en un rancho donde no pudiera conseguir nada para beber. Puede que haga esto. Otra tontería. Quisiera morirme como lo he deseado muchas veces.
Soy demasiado cobarde para suicidarme.
Cuatro alcohólicos juegan al bridge en una sala llena de humo. Cualquier cosa para distraer la mente. Termina la partida y los otros tres se marchan. Me pongo a hacer la limpieza. ¡Uno de los hombres! vuelve y cierra la puerta.
Me mira. "Te crees que estás desahuciado, ¿verdad?," me pregunta.
"Sé que lo estoy," le respondo.
"Pues no lo estás," me dice. "Hoy hay hombres en Nueva York que estaban en peor situación que tú y ya no beben."
"¿Por qué has vuelto aquí?" le pregunto.
"Salí de aquí hace nueve días diciendo que iba a ser sincero, pero no lo he sido," me responde.
Un fanático, me digo a mí mismo, pero me callo por cortesía. "¿Qué hay?" le digo.
Entonces él me pregunta si creo en un poder superior a mí mismo, ya sea que lo llame Dios, Alá, Confucio, Causa Primera, Mente Divina, o cualquier otro nombre. Le dije que creo en la electricidad y en otras fuerzas de la naturaleza,
pero en cuanto a Dios, si es que existe, nunca ha hecho nada por mí. Entonces me pregunta si estoy dispuesto a reparar todos los daños que pueda haber hecho a cualquier persona, por equivocadas que creyera que estaban estas
personas. ¿Estoy dispuesto a ser sincero conmigo mismo acerca de mí mismo y contarle mis asuntos a otra persona y estoy dispuesto a pensar en otra gente y en sus necesidades en lugar de las mías para así liberarme de mi problema
con la bebida?
Haré cualquier cosa," replico.
“Entonces se han acabado todos tus problemas," me dice el hombre y se va del
cuarto. Sin duda alguna este hombre está en mal estado mental. Tomo un libro
y trato de leer pero no me puedo concentrar. Me meto en la cama y apago la
luz. Pero no puedo dormir. De repente se me ocurre una idea. ¿Es posible que
toda la buena gente que he conocido esté equivocada acerca de Dios? Entonces
me encuentro pensando en mí mismo y en algunas cosas que quería olvidar.
Empiezo a ver que no soy la persona que creía ser, que me había juzgado a mi
mismo comparándome con otros y siempre salía ganando.
Me quede sorprendido.
Luego se me ocurre una idea que es como una voz. "¿Quién eres para decir
que no hay Dios?" Sigue resonando en mi cabeza. No puedo librar de ello.
Me levanto de la cama y voy al cuarto de ese hombre. Está leyendo “Tengo que
hacerte una pregunta,” le digo. "¿Cómo se encuadra la oración en esto?"
Bueno," me dice, "a lo mejor has intentado rezar como yo lo he intentado.
Cuando estabas en un apuro has dicho, 'Dios mío, haz esto o lo otro’, y si los
resultados eran de tu gusto, allí se acababa todo, y si no era así has dicho:
'Dios no existe,' o 'no hace nada por mí,' ¿verdad?"
Sí," le digo.
“Así no se hace," me dice. "Lo que yo hago es decir 'Dios, aquí estoy yo y aquí
están mis problemas. Lo he arruinado todo y no puedo hacer nada para
remediarlo. Aquí me tienes con todos mis problemas, haz lo que quieras
conmigo.' ¿Te sirve esto de respuesta?" Sí," le respondo. Me vuelvo a la cama.
No me parece tener sentido. De repente me sobreviene una ola de
desesperación total.
Estoy al fondo del infierno. Y allí nace una tremenda esperanza. Tal vez sea
verdad.
Salto de la cama y me pongo de rodillas. No sé lo que estoy diciendo. Pero
lentamente me viene una gran sensación de paz. Me siento con nuevos ánimos.
Creo en Dios. Me vuelvo a la cama y duermo como un niño.
Algunos hombres y mujeres vienen a visitar a mi amigo de la noche anterior.
Él me invita a conocerlos. Es un grupo muy alegre. Nunca he visto gente tan
alegre. Hablamos. Les hablo de lo de la paz y les digo que creo en Dios. Pienso
en mi esposa. Debo escribirle. Una mujer me sugiere que la llame por teléfono.
¡Qué idea más maravillosa!
Al oír mi voz mi esposa sabe que he encontrado la solución. Viene a Nueva
York. Salgo del hospital y vamos a visitar a algunos de estos nuevos amigos.
Estoy de vuelta en casa. He perdido la Comunidad. Todos los que me
entienden están lejos. Sigo teniendo los mismos problemas y preocupaciones de
siempre. Los miembros de mi familia me irritan. No parece que nada salga
bien. Me siento triste y deprimido. Tal vez me ayudaría un trago. Me pongo el
sombrero y salgo disparado en el auto.
Una cosa que me dijeron mis amigos de Nueva York fue que me interesara en
las vidas de otras personas. Voy a ver a un hombre a quien me habían pedido
que fuera a visitar y le cuento mi historia. Me siento mucho mejor. Me he
olvidado del trago.
Estoy en un tren de camino a una ciudad. He dejado a mi esposa en casa,
enferma, y he sido muy poco amable al dejarla. Me siento muy triste. Tal vez
me ayudarán unos cuantos tragos cuando llegue a la ciudad. Se apodera de mí
un gran temor. Hablo con la persona que está a mi lado. El temor y la idea
loca desaparecen.
Las cosas en casa no van muy bien. Voy dándome cuenta de que no puedo
hacer lo que quiero como solía hacer. Les echo la culpa a mi esposa y a los
niños. La ira se apodera de mí, una ira tan intensa como nunca. No lo voy a
aguantar. Hago las maletas y me voy. Me quedo en casa de algunos amigos
comprensivos.
Veo que me he equivocado en algunas cosas. Ya no me siento airado. Vuelvo a
casa y pido disculpas por mis errores. Estoy nuevamente tranquilo. Pero no
me doy cuenta todavía qué debo hacer actos constructivos de amor sin esperar
nada a cambio. Me daré cuenta de esto después de tener algunas explosiones
más.
Vuelvo a estar deprimido. Quiero vender la casa y trasladarme a otro sitio.
Quiero estar en un lugar donde pueda encontrar a algunos alcohólicos a
quienes ayudar y tener algunos compañeros. Un hombre me llama por
teléfono. ¿Puede quedarse en mi casa un par de semanas un joven bebedor?
Pronto tengo conmigo otros alcohólicos y otros que tienen otros problemas.
Empiezo a dármelas de Dios. Creo que puedo arreglar a todo el mundo. No
arreglo a nadie, pero voy aprendiendo mucho y he hecho algunos amigos
nuevos.
Nada anda bien. Estamos en mala condición económica. Tengo que encontrar
una manera de ganar dinero. Parece que la familia está pensando únicamente
en gastar dinero. La gente me fastidia. Intento leer. Intento rezar. Me veo
hundido en la melancolía. ¿Por qué me ha abandonado Dios? Ando alicaído
por la casa. No quiero salir y no quiero emprender nada. ¿Qué me está
pasando? No puedo entender. No quiero ser así.
Voy a emborracharme. Tomo esta decisión con total frialdad. Es una acción
premeditada. Me hago un pequeño apartamento encima del garaje; tengo
libros y agua para beber. Voy al pueblo para comprarme algo que comer y
alcohol para beber. No voy a tomarme nada hasta que vuelva. Luego me
encerraré y me pondré a leer. Y mientras leo iré tomándome algunos traguitos
a largos intervalos.
Estaré sosegado y me quedaré así.
Subo al auto y me voy. A mitad de la avenida que lleva a la casa se me ocurre
una idea. Por lo menos voy a ser sincero. Voy a decirle a mi esposa lo que voy
a hacer. Doy marcha atrás y entro en la casa.
Llamo a mi esposa y la llevo a una sala donde podemos hablar en privado. Le
digo calmadamente lo que voy a hacer. No me dice nada.
No se altera. Se queda allí perfectamente tranquila.
Cuando acabo de hablar, veo la absurda que es la idea. No tengo el más
mínimo miedo de nada. Me río de la locura de la propuesta.
Hablamos de otras cosas. La fortaleza ha surgido de la debilidad.
Ahora no puedo ver la causa de esa tentación. Pero más tarde me daré cuenta
de que todo empezó con mi deseo de éxito material llego a ser mas fuerte que
mi interés en el bienestar de mi prójimo.
Llego a comprender mejor esa piedra angular del carácter: la honradez. Me
doy cuenta de que nuestro sentido de la honradez se hace cada vez más agudo
cuando actuamos de acuerdo con nuestro más noble concepto de la honradez.
Entiendo que la sinceridad es la verdad y que la verdad nos liberara.
003.-LAS MUJERES TAMBIEN SUFREN.mp3
03 June 2023
003.-LAS MUJERES TAMBIEN SUFREN.mp3
LAS MUJERES TAMBIEN SUFREN
A pesar de tener grandes oportunidades, el alcohol casi terminó con su vida. Pionera en A. A.,
difundió la palabra entre las mujeres de nuestra etapa primera.
¿Qué estaba diciendo?... De lejos, como en un delirio, oí mi propia voz
llamando a alguien, "Dorotea", hablando de tiendas de ropa de
trabajos... las palabras se fueron haciendo más claras... el sonido de mi
propia voz me asustaba al irse acercando... y de repente allí estaba,
hablando no sé de qué, con alguien a quien no había visto nunca antes
de aquel momento. De golpe, paré de hablar.
¿Dónde me encontraba?
Había despertado antes en habitaciones extrañas, completamente
vestida sobre una cama o un sofá; había despertado en mi propia
habitación, dentro o sobre mi propia cama, sin saber qué hora del día
era, con miedo a preguntar... pero esto era diferente. Esta vez parecía
estar ya despierta, sentada derecha en una silla grande y cómoda, en
medio de una animada conversación con una mujer que no parecía
extrañarse de la situación. Ella estaba charlando comoda y
agradablemente.
Aterrorizada, miré a mí alrededor. Estaba en una habitación grande,
o s c u r a y amueblada de una manera bastante pobre la sala de estar de
un apartamento en el sótano de la casa. Escalofríos empezaron a recorrer mi
espalda; me empezaron a castañear los dientes; mis manos empezaron a
temblar y las metí debajo de mí para evitar que salieran volando. Mi miedo
era real, pero no era el responsable de esas violentas reacciones. Yo sabía muy
bien lo que eran, un trago lo arreglaría todo. Debía de haber pasado mucho
tiempo desde mi última copa, pero no me atrevía a pedirle una a esta extraña.
Tengo que salir de aquí. De cualquier forma, tengo que salir de aquí antes de
que se descubra mi abismal ignorancia de cómo llegué aquí, y ella se dé cuenta
de que yo estoy totalmente loca. Estaba loca, debía de estarlo.
Los temblores empeoraron y yo miré mi reloj, las seis en punto. La última vez
que recuerdo mirar la hora era la una. Había estado sentada cómodamente en
un restaurante con Rita, bebiendo mi sexto Martini y esperando que el
camarero se olvidara de nuestra comida o por lo menos, lo suficiente como
para tomarme un par de ellos más. Me había tomado sólo dos con ella, pero
había conseguido tomarme cuatro en los quince minutos que la estuve
esperando, y, naturalmente, los incontados tragos de la botella según me
levantaba dolorosamente y me vestía de manera lenta y espasmódica. De
21
hecho, a la una me encontraba muy bien, sin sentir dolor alguno. ¿Qué podía
haber pasado? Aquello ocurrió en el centro de Nueva York, en la ruidosa calle
42... Esto era obviamente una tranquila zona residencial. ¿Por qué me había
traído aquí Dorotea? ¿Quién era esta mujer? ¿Cómo la había conocido? No
tenía respuestas y no osaba preguntar. Ella no daba señal de que nada
estuviera mal. Pero, ¿qué había estado haciendo en esas cinco horas perdidas?
Mi cerebro daba vueltas. Podía haber hecho cosas terribles. ¡Y ni siquiera lo
sabía!
De alguna forma, salí de allí y caminé cinco manzanas. No había ningún bar a
la vista, pero encontré la estación del Metro. El nombre no me era familiar y
tuve que preguntar por la línea de Grand Central. Me llevó tres cuartos de
hora y dos trasbordos llegar allí, de vuelta en mi punto de partida. Había
estado en las remotas zonas de Brooklyn.
Esa noche me puse muy borracha, lo cual era normal, pero recordé todo lo que
era muy extraño. Me acordé de estar en lo que, mi hermana me aseguró, era
mi proceso de todas las noches, de tratar de buscar el nombre de Willie
Seabrook en la guía de teléfonos. Rememoré mi firme decisión de encontrarle
y pedirle que me ayudara a entrar en esa “casa de recuperación", de la que
había escrito. Recordé que aseguraba que iba a hacer algo al respecto, que no
podía seguir...
Traje a la memoria el haber mirado con ansia a la ventana como una solución
más fácil, y me estremecía con el recuerdo de esa otra ventana, tres años antes,
y los seis agonizantes meses en una sala de un hospital de Londres. Evoque
cuando llenaba de ginebra la botella del agua oxigenada que guardaba en mi armarito
de las medicinas, en caso de que mi hermana descubriera la que escondía debajo
del colchón. Y me acordé del pavoroso horror de aquella interminable noche
en que dormía ratos y me desperté goteando sudor frío y temblando con una
total desesperación, para terminar bebiendo apresuradamente de mi botella y
desmayándome de nuevo. "Estás loca, estás loca, estás loca" martilleaba mi
cerebro en cada rayo de conocimiento, para ahogar el estribillo con un trago.
Todo siguió así hasta que dos meses más tarde aterricé en un hospital y
empezó mi lucha por la vuelta a la normalidad. Había estado así durante más
de un año. Tenía treinta y dos años de edad.
Cuando miro hacia atrás y veo ese horrible último año de constante beber me
pregunto cómo pude sobrevivir tanto física como mentalmente. Había habido,
naturalmente periodos en los que existía una clara comprensión de lo que
había llegado a ser, acompañada por recuerdos de lo que había sido, y de lo
que había esperado ser. El contraste era bastante impresionante. Sentada en
un bar de la Segunda Avenida, aceptando tragos de cualquiera que los
ofreciese, después de gastar lo poco que tenía; o sentada en casa sola, con el
inevitable vaso en la mano, me ponía a recordar y, al hacerlo, bebía más de
prisa, buscando caer rápidamente en el olvido. Era difícil reconciliar este
horroroso presente con los simples hechos del pasado.
Mi familia tenía dinero, nunca había sido privada de ningún deseo material.
Los mejores internados, y una escuela privada de educación social en Europa
me habían preparado para el convencional papel de debutante y joven
matrona. La época en la que crecí (la era de la Prohibición inmortalizada por
22
Scott Fitzgerald y John Held, Jr.) me había enseñado a ser alegre con los más
alegres; mis propios deseos internos me llevaron a superarles a todos. El año
después de mi presentación en la sociedad, me casé. Hasta aquel momento,
todo iba bien, de acuerdo al plan indicado, como otros tantos miles. Entonces
la historia empezó a ser la mía propia. Mi marido era alcohólico, yo sólo sentía
desprecio por aquellos que no tenían para la bebida la misma asombrosa
capacidad que yo, el resultado era inevitable. Mi divorcio coincidió con la
bancarrota de mi padre, y me puse a trabajar, deshaciéndome de todo tipo de
lealtades y responsabilidades hacia cualquiera que no fuera yo misma. Para
mí, el trabajo era un medio para llegar al mismo fin, poder hacer aquello que
quisiera.
Los siguientes diez años, hice sólo eso. Buscando más libertad y emoción me
fui a vivir a ultramar. Tenía mi propio negocio, de suficiente éxito como para
permitirme la mayoría de mis deseos. Conocía a toda la gente que quería
conocer. Veía todos los lugares que quería ver. Hacía todas las cosas que
quería hacer, y era cada vez más desgraciada.
Testaruda, obstinada, corría de placer en placer y encontraba que las
compensaciones iban disminuyendo hasta desvanecerse. Las resacas
empezaron a tener proporciones monstruosas, y el trago de la mañana llegó a
ser de urgente necesidad. Las lagunas mentales eran cada vez más frecuentes,
y rara vez me acordaba de cómo había llegado a casa. Cuando mis amigos
insinuaban que estaba bebiendo demasiado, dejaban de ser mis amigos. Iba de
grupo en grupo, de lugar en lugar y seguía bebiendo. Con sigilosa insidia, la
bebida había llegado a ser más importante que cualquier otra cosa. Ya no me
proporcionaba placer, simplemente] aliviaba el dolor; pero debía tenerla. Era
amargamente infeliz. Sin duda había estado demasiado tiempo en el exilio;
debía volver a los Estados Unidos. Lo hice y, para sorpresa mía, mi problema
empeoró.
Cuando ingresé en un hospital psiquiátrico para un tratamiento intensivo,
estaba convencida de que tenía una seria depresión mental.
Qu e ría ayuda y traté de cooperar. Al ir progresando el tratamiento empecé a
formarme una idea más clara de mí misma, y de ese temperamento que me
había causado tantos problemas. Había sido hipersensible, tímida, idealista.
Mi incapacidad para aceptar las duras realidades de la vida me había
convertido en una escéptica ilusionada, revestida de una armadura que me
protegía contra la incomprensión del mundo. Esa armadura se había
convertido en los muros de una prisión, encerrándome en ella con mi miedo y
mi soledad. Todo lo que me quedaba era una voluntad de hierro para vivir mi
propia vida a pesar del mundo exterior. Y allí me encontraba: una mujer
aterrorizada por dentro y desafiante por fuera, que necesitaba
desesperadamente un apoyo para continuar.
El alcohol era ese apoyo, y no veía cómo podía vivir sin él.
Cuando el doctor me decía que no debía beber nunca más, no pude permitirme
creerle. Tenía que insistir en mis intentos por enderezarme tomando los tragos
que necesitara, sin que se volvieran en mi contra. Además, ¿cómo podía él
entender? No era bebedor, no sabía lo que era necesitar un trago, ni lo que un
trago podía hacer por uno en un apuro. Yo quería vivir, no en un desierto,
23
sino en un mundo normal. Y mi idea de un mundo normal era estar rodeada
de gente que bebía; los abstemios no estaban incluidos. Estaba segura de que
no podía estar con gente que bebía, sin beber. En esto tenía razón: no me
sentía a gusto con ningún tipo de persona sin estar bebiendo. Nunca lo había
estado.
Naturalmente, a pesar de mis buenas intenciones y de mi vida protegida tras
los muros del hospital, me emborraché varias veces y quedé asombrada y muy
trastornada.
Fue en aquel momento cuando mi doctor me dio el libro Alcohólicos Anónimos
para que lo leyera. Los primeros capítulos fueron una revelación para mí. ¡Yo
no era la única persona en el mundo que se sentía y comportaba de esa
manera! No estaba loca, ni era una depravada; era una persona enferma.
Padecía una enfermedad real que tenía un nombre y unos síntomas, como los
de la diabetes o el cáncer. ¡Y una enfermedad era algo respetable, no un
estigma moral! Pero entonces encontré un obstáculo. No tragaba la religión y
no me gustaba la mención de Dios o de cualquiera de las otras mayúsculas. Si
aquella era la salida, no era para mí. Yo era una intelectual y necesitaba una
respuesta intelectual, no emocional. Así de claro se lo dije a mi doctor. Quería
aprender a valerme por mí misma, no cambiar un apoyo por otro, y mucho
menos por uno tan intangible y dudoso como aquél era. Así continué varias
semanas, abriéndome camino a regañadientes a través del ofensivo libro y
sintiéndome cada vez más desesperada.
Entonces, ocurrió el milagro. ¡A mí! A todo el mundo no le ocurre tan de
repente, pero tuve una crisis personal que me llenó de cólera justificada e
incontenible. Mientras bufaba desesperadamente de la cólera y planeaba una
buena borrachera para enseñarles, mis ojos captaron una frase del libro que
estaba abierto sobre la cama, "No podemos vivir con cólera." Los muros se
derrumbaron y la luz apareció. No estaba atrapada; no estaba desesperada.
Era libre, y no tenía que beber para enseñarles. Esto no era la "religión" ¡era
libertad! Libertad de la cólera y del miedo, libertad para conocer a felicidad y
el amor.
Fui a una reunión para conocer por mí misma al grupo de locos y vagabundos
que habían realizado esta obra. Ir a una reunión de gente era una de esas
cosas que toda mi vida, desde el día en que dejé mi mundo privado de libros y
sueños para encontrarme en el mundo real de la gente, las fiestas y el trabajo,
me había hecho sentir como una intrusa, y para ser parte de ellas necesitaba el
estímulo de la bebida. Me fui temblando a una casa en Brooklyn llena de gente
de mi clase. Hay otro significado de la palabra hebrea que se traduce como
"salvación" en la Biblia, y éste es: "volver a casa". Había encontrado mi
"salvación". Ya no estaba sola.
Aquel fue el principio de una nueva vida, una vida más completa y feliz de lo
que nunca había conocido o creído posible. Había encontrado amigos,
comprensivos que a menudo sabían mejor que yo misma lo que pensaba y
sentía y que no me permitían refugiarme en una prisión de miedo y soledad
por una ofensa o insulto imaginarios.
Comentando las cosas con ellos, grandes torrentes de iluminación mostraban a
mí misma como en realidad era, como ellos. Todos nosotros teníamos en
24
común cientos de rasgos característicos, de miedos y fobias, gustos y
aversiones. De repente pude aceptarme a mí mis m a, con defectos y todo,
como yo era, después de todo, ¿no éramos todos así? Y, aceptando, sentí una
nueva paz interior, y la voluntad y la fuerza para enfrentarme a las
características de una personalidad con las que no había podido vivir.
La cosa no paró allí. Ellos sabían qué hacer con esos abismos negros que
bostezaban, listos para tragarme cuando me sentía deprimida o nerviosa.
Había un programa concreto, diseñado para asegurarnos a nosotros, los
evasivos de siempre, la mayor seguridad interior posible.
Según iba poniendo en práctica los Doce Pasos, se iba disolviendo la sensación
de desastre inminente que me había perseguido durante años. ¡Funcionó!
Miembro activo de A.A. desde 1939, al fin me siento un ser útil de la raza
humana. Tengo algo con lo que puedo contribuir a la sociedad, ya que estoy
peculiarmente cualificada, como compañera de fatigas, para prestar ayuda y
consuelo a aquellos que han tropezado y caído en este asunto de enfrentarse
con la vida. Tengo mi mayor sensación de logro al saber que he tomado parte
en la nueva felicidad que han conseguido otros muchos como yo. El hecho de
poder trabajar y ganarme la vida de nuevo, es importante, pero secundario.
Creo que mi fuerza de voluntad, una vez exagerada, ha encontrado su justo
lugar, morque puedo decir muchas veces al día, "Hágase Tu voluntad, no la
mía"... y ser sincera al decirlo
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02 June 2023
002 LA GRATITUD EN AXION

LA GRATITUD EN ACCIÓN

La historia de Dave B., uno de los fundadores de A. A, en Canadá en 1944. Creo que sería una buena idea contar la historia de mi vida. Hacerlo me dará la oportunidad de recordar que debo estar agradecido a Dios y a los miembros de Alcohólicos Anónimos que conocieron A. A. antes que yo. El contar mi historia me hace recordar que podría volver a donde estaba si me olvidara de las cosas maravillosas que se me han dado o si me olvidara de que Dios es el guía que me mantiene en este camino. En junio de 1924 tenía 16 años y acababa de graduarme de la escuela secundaria de Sherbrooke, Quebec. Algunos amigos sugirieron que fuéramos a tomar una cerveza. Yo nunca me había tomado una cerveza ni ninguna otra bebida alcohólica. No sé por qué, ya que siempre teníamos alcohol en casa (debería añadir aquí que nunca se había considerado alcohólico a nadie de mi familia). Tenía miedo de que mis amigos me rechazaran si no hiciera lo que ellos hacían. Conocía de primera mano ese estado misterioso de las personas que aparentan estar seguras de sí mismas pero por dentro el miedo se las está comiendo vivas. Tenía un complejo de inferioridad bastante acusado. Creo que carecía de lo que mi padre solía llamar "carácter". Así que en ese hermoso día de verano en una vieja taberna de Sherbrooke, no encontré el valor suficiente para decir que no. Me convertí en alcohólico activo desde ese primer día en que el alcohol me produjo un efecto muy especial. Fui transformado. De repente el alcohol me transformó en lo que siempre había querido ser. El alcohol se convirtió en mi compañero de todos los días. Al principio lo consideraba como un amigo; más tarde llegó a ser una pesada carga de la que no me podía librar. Resultó ser mucho más poderoso que yo, aunque durante muchos años podía mantenerme sobrio por cortos períodos de tiempo. Seguía diciéndome a mí mismo que de alguna que otra forma me libraría del alcohol. Estaba convencido de que encontraría una manera de dejar de beber. No quería reconocer que el alcohol se había convertido en una parte tan importante de mi vida. En realidad el alcohol me daba algo que no quería perder. En 1934, ocurrió una serie de contratiempos como consecuencia de mi forma de beber. Tuve que volver al oeste del Canadá porque el banco para el que trabajaba perdió confianza en mí. Un accidente de ascensor me costó los dedos de un pie y una fractura del cráneo. Estuve en el hospital varios meses. Mi consumo excesivo del alcohol me causó 17 también una hemorragia cerebral, que me dejó paralizado un lado del cuerpo. Probablemente di mi Primer Paso el día en que llegué en ambulancia al Hospital Western. Una enfermera del turno de noche me preguntó, "Sr. B., ¿por qué bebe usted tanto? Tiene una esposa maravillosa, un niño muy listo. No tiene motivo para beber así. ¿Por qué lo hace?" Hablando con sinceridad por primera vez le dije, "No lo sé. De verdad no lo sé." Eso ocurrió muchos años antes de enterarme de la existencia de la Comunidad. Se supondría que yo me diría a mí mismo: "Si el alcohol causa tanto daño, dejaré de beber." Pero encontré innumerables razones para demostrarme a mí mismo que el alcohol no tenía nada que ver con mis infortunios. Me decía a mí mismo que era el destino, porque todo el mundo estaba en contra mía, porque las cosas no andaban bien. A veces pensaba que Dios no existía. Me decía a mí mismo: "Si Dios amoroso existiera, como dicen, no me trataría así. Dios no actuaría de esta forma." En aquellos días sentía lástima de mí mismo muy a menudo. Mi familia y mis empleadores se preocupaban por mi forma de beber, pero yo me había vuelto muy arrogante. Con una herencia de mi abuela, me compré un Ford, modelo de 1931, y mi esposa y yo hicimos un viaje a Capé Cod. En el camino de regreso pasamos por la casa de mi tío en New Hampshire. Este tío se había hecho cargo de mí cuando murió mi madre y estaba preocupado por mí. Ahora me dijo: "Dave, si pasas un año completo sin beber, te regalaré el Ford descapotable que acabo de comprar." Me encantaba ese auto, así que inmediatamente le prometí que dejaría de beber un año entero, lo dije con toda sinceridad. Pero antes de llegar a la frontera con Canadá ya había vuelto a beber. Era impotente ante el alcohol. Me iba dando cuenta de que no podía hacer nada para vencerlo y al mismo tiempo me negaba a aceptar que tenía un problema. El fin de semana del Domingo de Resurrección de 1944, me encontré en la celda de una cárcel de Montreal. Estaba bebiendo para escapar de los pensamientos horribles que tenía cuando estaba lo suficientemente sobrio para ser consciente de mi situación. Bebía para no ver la persona en quien me había convertido. Ya hacía tiempo que había perdido mi trabajo de 20 años y el auto. Había ingresado tres veces en un hospital psiquiátrico. Bien sabe Dios que yo no quería beber y no obstante, para mi gran desesperación, siempre volvía a ese carrusel infernal. Me preguntaba cómo iba a acabar este sufrimiento. Estaba muerto de miedo. No me arriesgaba a contar a otros cómo me sentía por temor a que creyeran que estaba loco. Me sentía horriblemente solo, estaba lleno de autocompasión y aterrorizado. Sobre todo, estaba hundido en una depresión profunda. Entonces me acordé de que mi hermana Jean me había regalado un libro acerca de borrachos tan desesperados como yo que habían encontrado una forma de dejar de beber. Según este libro, esos borrachos habían encontrado una forma de vivir como los demás seres humanos: levantarse por la mañana, 18 ir a trabajar y volver a casa por la tarde. Este libro trataba de Alcohólicos Anónimos. Decidí ponerme en contacto con ellos. Me resultó muy difícil contactar a A. A. en Nueva York, ya que A. A. no era muy conocido en aquel entonces. Finalmente, logré hablar con una mujer, Bobbie. Me dijo algo que espero no olvidar nunca: "Soy alcohólica. Nos hemos recuperado. Si quieres, podemos ayudarte." Me contó algo de su historia y añadió que otros muchos borrachos habían utilizado este método para dejar de beber. Lo que más me impresionó de esta conversación fue el hecho de que esa gente, a 500 millas de distancia, se preocupaba lo suficiente para intentar ayudarme. Aquí estaba yo, lleno de autocompasión, convencido de que nadie se preocupaba de si estaba vivo o muerto. Me sorprendió mucho recibir por correo al día siguiente un ejemplar del Libro Grande. Y cada día después, durante casi un año, recibí una carta o una nota, algo escrito por Bobbie, o por Bill u otro miembro de la oficina central de Nueva York. En octubre de 1944, Bobbie escribió: "Pareces ser una persona muy sincera y de aquí en adelante vamos a contar contigo para perpetuar la Comunidad de A.A. donde resides. Adjuntas encontrarás varias solicitudes de información o ayuda de parte de algunos alcohólicos. Creemos que ahora estás listo para asumir esta responsabilidad." Adjuntas había unas cuatrocientas cartas a las que respondí durante las siguientes semanas. Muy pronto empecé a recibir contestaciones. Lleno de entusiasmo, y habiendo encontrado una solución a mi problema, le dije a mi esposa, Dorie: "Ahora puedes dejar tu trabajo. Yo cuidaré de ti. De aquí en adelante, ocuparás el lugar que te mereces en esta familia." Pero ella rehusó prudentemente. Me dijo: "No, Dave. Seguiré con mi trabajo otro año más mientras tú te vas a rescatar a los borrachos." Y eso es exactamente lo que me puse a hacer. Al recordarlo ahora, me doy cuenta de que hice todo mal, pero al menos estaba pensando en otras personas, en lugar de pensar en mí mismo. Estaba empezando a adquirir un poco de lo que ahora tengo en cantidad: la gratitud. Cada vez estaba más agradecido a la gente de Nueva York y al Dios del que hablaban, pero al que me resultaba difícil alcanzar. (No obstante, me di cuenta de que tenía que buscar este Poder Superior del que me hablaban.) Yo estaba solo en Quebec en aquella época. El grupo de Toronto había estado funcionando desde el otoño anterior, y había un compañero de Windsor que asistía a reuniones en Detroit, al otro lado del rio. Esta era la totalidad de A.A. en este país. Un día recibí una carta de un hombre de Halifax que decía: "Un amigo mío, un borracho, trabaja en Montreal, pero actualmente se encuentra en Chicago, donde se fue en una colosal juerga. Me gustaría que hablaras con él cuando Vuelva a Montreal.” Fui a visitar a este hombre a su casa. Su esposa estaba haciendo la cena, con su hija a su lado. El hombre llevaba puesta una chaqueta de terciopelo, estaba sentado cómodamente en su salón de estar, había conocido a mucha gente de la alta sociedad. Me dije a mí mismo: “¿Qué pasa aquí? Este hombre no es alcohólico.” Jack era una persona muy práctica y realista. Estaba 19 acostumbrado a conversar acerca de Psiquiatría y el concepto de un Poder Superior no le era muy atractivo. Pero gracias a nuestro encuentro, A.A. nació aquí en Quebec. La Comunidad empezó a crecer, especialmente después de la publicidad que nos hizo la Gazette en la primavera de 1945. Nunca olvidaré el día en que Mary vino a verme. Era la primera mujer que se unió a nuestra Comunidad en Canadá. Era muy tímida y reservada, muy discreta. Se había enterado de la Comunidad por medio de la Gazette. Durante el primer año, todas las reuniones se celebraban en mi casa. Había gente por todas partes de la casa. Las esposas de los miembros solían acompañar a sus maridos, pero no les permitíamos entrar en nuestras reuniones cerradas. Solían sentarse en la cama o en la cocina, donde hacían café y algo de comer. Creo que se preguntaban qué iba a pasar con nosotros. Pero estaban tan felices como nosotros. Los dos primeros francocanadienses que se enteraron de A.A., lo hicieron en el sótano de mi casa. Todas las reuniones de habla francesa que existen hoy en Canadá se originaron en aquellas reuniones. A fines de mi primer año de sobriedad, mi esposa acordó dejar su trabajo cuando yo consiguiera un empleo. Creía que iba a ser fácil hacerlo. Lo único que tenía que hacer era ir a entrevistarme con un empleador y así podría sostener a mi familia de forma normal. Pero pasé varios meses buscando trabajo. No teníamos mucho dinero y yo iba gastando lo poco que teníamos yendo de un lado a otro, respondiendo a anuncios y haciendo entrevistas. Me iba desanimando cada ve z más. Un día, un compañero de A.A. me dijo: "Dave, ¿por qué no solicitas empleo en la factoría de aviones? Conozco a un hombre que te podría ayudar." Y allí fue donde conseguí mi primer empleo. Realmente hay un Poder Superior que vela por nosotros. Una de las cosas más importantes que he aprendido es pasar el mensaje a otros alcohólicos. Esto significa que debo pensar más en otra gente que en mí mismo. Lo más importante es practicar estos principios en todos mis asuntos. En mi opinión, esto es lo esencial de Alcohólicos Anónimos. Nunca he olvidado un pasaje que leí por primera vez en el ejemplar del Libro Grande que me envió Bobbie: "Entrégate a Dios, tal como tú lo concibes. Admite tus faltas ante El y ante tus semejantes. Limpia de escombros tu pasado. Da con largueza de lo que has encontrado y únele a nosotros." Es muy sencillo, aunque no es siempre fácil. Pero se puede hacer. Ya sé que la Comunidad de Alcohólicos Anónimos no nos da ga rantías, pero sé también que no tengo que beber en el futuro. Quiero seguir viviendo esta vida de paz, serenidad y tranquilidad que he encontrado. Nuevamente he encontrado el hogar que abandoné y la mujer con quien me casé cuando ella era todavía tan joven. Tenemos otros dos hijos y ellos creen que su padre es un hombre importante. 20 tengo estas cosas maravillosas: seres queridos que lo son todo para mí. No perderé nada de esto y no tendré que beber mientras tenga presente una cosa sencilla: ir siempre de la mano de Dios.

001 EL TERCER ALCOHOLICO1.mp3
01 June 2023
001 EL TERCER ALCOHOLICO1.mp3

EL ALCOHÓLICO ANÓNIMO NÚMERO TRES Miembro pionero del Grupo N° 1 de Akron, el primer grupo de A. A. en el mundo. Preservó su fe, y por esto, él y otros muchos encontraron una vida nueva. Uno de cinco hijos, nací en una granja en el condado de Carlyle, Kentucky. Mis padres eran gente acomodada y un matrimonio feliz. Mi esposa, oriunda también de Kentucky, me acompañó a Akron, donde terminé mis estudios de Leyes en la Facultad de Derecho de Akron. El mío es en cierto modo un caso inusitado. No hubo episodios de infelicidad durante mi niñez que pudieran explicar mi alcoholismo. Aparentemente, tenía una propensión natural a la bebida. Estaba felizmente casado y, como he dicho, nunca tuve ninguno de los motivos, conscientes o inconscientes, que a menudo se citan para beber. No obstante, como indica mi historial, llegué a convertirme en un caso grave. Antes de que la bebida me derrotara completamente, logré tener algunos éxitos apreciables, habiendo servido como miembro del concejo municipal y administrador financiero de Kenmore, un suburbio que más tarde se incorporó a la ciudad misma. Pero todo esto se fue esfumando según bebía cada vez más. Así que, cuando llegaron Bill y el Dr. Bob, mis fuerzas se habían agotado. La primera vez que me emborraché, tenía ocho años. No fue culpa de mi padre ni de mi madre, quienes se oponían fuertemente a la bebida. Un par de trabajadores estaban limpiando el granero de la finca, y yo les acompañaba montado en el trineo. Mientras ellos cargaban, yo bebía sidra de un barril que había en el granero. Después de dos o tres recorridos, en un viaje de vuelta, perdí el conocimiento y me tuvieron que llevar a casa. Recuerdo que mi padre tenía whisky en la casa con propósitos medicinales y para servir a los invitados, y yo lo bebía cuando no había nadie a mí alrededor y luego añadía agua a la botella para que mis padres no se dieran cuenta. Seguí así hasta que me matriculé en la universidad estatal y, pasados cuatro años, me di cuenta de que era un borracho. Mañana tras mañana me despertaba enfermo y temblando, pero siempre disponía de una botella colocada en la mesa al lado de mi cama. La agarraba, me echaba un trago y, a los pocos minutos, me levantaba, me echaba otro, me afeitaba, desayunaba, me metía en el bolsillo un cuarto de litro de licor y me iba a la universidad. En los intervalos entre mis clases, corría a los servicios, bebía lo suficiente como para calmar mis nervios y me dirigía a la siguiente clase. Eso fue en 1917