LA HISTORIA DE JIM
Este médico, uno de los miembros pioneros del primer grupo de negros de A. A., cuenta
cómo descubrió la libertad al trabajar con su gente.
Nací en una pequeña aldea de Virginia en una típica familia religiosa. Mi padre, que
era negro, servía a la localidad como médico. Recuerdo que en mi infancia mi madre
me vestía como solía vestir a mis dos hermanas y yo llevaba el pelo largo y rizado
hasta la edad de seis años. A esa edad empecé a asistir a la escuela, y por ello me
deshice de los rizos. Descubrí que ya a esa tierna edad tenía temores e inhibiciones.
Vivíamos a dos o tres casas de la iglesia Bautista y cuando había funerales recuerdo
haber preguntado frecuentemente a mi madre si la persona había sido buena o mala y
si iba a ir al cielo o al infierno. En aquel entonces tenía unos seis años.
Mi madre era recién conversa y de hecho había llegado a ser una fanática religiosa.
Ésa fue la manifestación principal de su neurosis.
Era muy posesiva con sus hijos. Mamá me inculcó un punto de vista muy puritano
sobre las relaciones sexuales, así como sobre la maternidad y la condición de la mujer.
Estoy seguro de que mis ideas referentes a cómo debería ser la vida eran muy
diferentes de las de la persona media con quien yo tenía trato. Más tarde esta
diferencia se iba a hacer sentir en mi vida. Ahora lo sé.
Alrededor de estas fechas, ocurrió en la escuela primaria un incidente que
nunca he podido olvidar porque me demostró que yo era un cobarde. Durante
el período de recreo estábamos jugando al baloncesto y yo, sin querer, hice
caer a un compañero de clase un poco más grande que yo. El agarró el balón y
me pegó un balonazo en la cara. Ésa fue provocación suficiente para pelearme
con él, pero no luché, y después del recreo me di cuenta del porqué. Por miedo,
Y esto me dolió y me dejó muy alterado.
Mamá era de la vieja guardia y creía que yo debía asociarme sólo con gente
correcta. Naturalmente, en mi época, los tiempos había cambiado; ella no se
había ajustado a los cambios. No sé si era buen o malo, sólo sé que la gente
pensaba de otra forma. Ni siquiera no permitía jugar a las cartas en casa; pero
de vez en cuando mi padre nos daba un vasito de whisky con azúcar y agua
templada. En mi casa no había whisky aparte de la reserva privada de mi
padre. Nunca en mi vida lo vi borracho. El solía tomarse un traguito por la
mañana otro por la tarde, y yo también; pero normalmente tenía guardado su
whisky en su oficina. Las únicas ocasiones en que veía a mi madre beber una
bebida alcohólica era durante las Navidades, cuando se tomaba un ponche o
un vaso de vino.
En mi primer año de la escuela secundaria, mi madre sugirió que no me uniera
al cuerpo de cadetes. Consiguió un certificado médico para que yo no tuviera
que ser miembro. No sé si ella era pacifista o si creía que, si hubiera otra
guerra, esto tendría alguna influencia en mi decisión de alistarme.
Alrededor de esta época me di cuenta de que mi punto de vista sobre el sexo
opuesto no se parecía al de los otros muchachos qu yo conocía. Creo que por
esta razón me casé antes de que lo hubiera hecho si no fuera por mi educación.
Mi esposa y yo ahora llevamos 30 años casados. Violeta fue la primera chica
con quien yo salí. En aquel entonces sufrí mucho por ella, porque no era la
clase de muchacha con quien mi madre quería que yo me casara. En primer
lugar ya había estado casada; yo era su segundo marido. Mi madre se sentía
tan resentida por esto que, la primera Navidad después de nuestra boda, no
nos invitó a ir a cenar a su casa. Después del nacimiento de nuestro primer
hijo, mis padres se hicieron aliados nuestros. Más tarde, después de que me
volví alcohólico, ambos se pusieron en contra mía.
Mi padre venía del Sur y había sufrido mucho allí. Quería darme lo mejor, y
creía que lo mejor sería que yo me hiciera médico. Por otro lado, creo que
siempre tuve cierta inclinación hacia la medicina aunque mi punto de vista
sobre la medicina es diferente al de la persona media. Me dedico a la cirugía
porque es algo que se puede ver, es más tangible. Pero recuerdo que en mis
días de posgraduado y residencia cuando iba a ver a los pacientes solía
empezar con un proceso de eliminación y muy a menudo acababa intentando
adivinar lo que tenían. No era así con mi padre. Creo que él posiblemente
tenía el don de la diagnosis intuitiva. Debido a que la medicina no era muy
lucrativa en aquel entonces, mi padre había establecido un buen negocio de
ventas por correo.
No creo haber sufrido mucho a causa de la situación racial porque así era
cuando nací y no conocía nada diferente. No se maltrataba a una persona,
aunque si se hacía, la persona sólo podía sentirse resentida. No podía hacer
nada al respecto. Por otro lado, la situación era muy diferente más al sur. Las
condiciones económicas tenían mucho que ver con esa situación. Con
frecuencia, oía a mi padre decir que su madre hacía uso de los antiguos sacos
de harina, haciendo un agujero al fondo y otros dos en las dos esquinas para
así crear un vestido. Cuando mi padre llegó a Virginia para ir a la escuela,
tenía resentimientos tan fuertes con los "blanquiñosos" sureños, como los solía
tildar, que ni siquiera volvió allí para el funeral de su madre. Dijo que nunca
volvería a pisar las tierras del Sur; y no lo hizo.
Fui a la escuela primaria y secundaria en Washington., D.C., y luego a la
Universidad Howard. Hice mi residencia en Washington.
Nunca tuve muchos problemas en la escuela. Podía hacer mis tareas sin
dificultades. Sólo tenía problemas cuando me encontraba en situaciones
sociales con otra gente. En cuanto a la escuela, siempre sacaba buenas notas.
Esto ocurrió alrededor de 1935 y por estas fechas empecé a beber. De 1930 a
1935, debido a la Gran Depresión y sus secuelas, los negocios iban de mal en
peor. Tenía mi propia consulta médica en Washington, pero había cada vez
menos pacientes y el negocio de ventas por correo empezó a decaer. Por haber
pasado la mayor parte de su tiempo en un pequeño pueblo de Virginia, mi
padre tenía poco dinero y el dinero que había ahorrado y las propiedades que
había adquirido estaban en Washington. Tenía cincuenta años largos y todo lo
que él había emprendido recayó sobre mis hombros cuando se murió en 1928.
Durante los primeros años las cosas no fueron tan mal porque seguían
marchando por su propia inercia. Pero cuando llegó el momento crucial, las
cosas empezaron a venirse abajo y yo con ellas. Creo que hasta este punto sólo
me había emborrachado tres o cuatro veces, y sin duda el whisky no me
causaba ningún problema.
Mi padre había comprado un restaurante que creía me tendría ocupado en mi
tiempo libre, y así fue cómo conocí a Violeta. Vino al restaurante para cenar.
Ya la conocía desde hacía cinco o seis meses. Una tarde, para librarse de mí, se
fue al cine con otra amiga. Un amigo mío, que tenía una farmacia al otro lado
de la calle, pasó por el restaurante un par de horas más tarde y me dijo que
había visto a Violeta en el centro de la ciudad. Le dije que ella me había dicho
que se iba al cine, y como un tonto me enfadé y a medida que se iban
agravando las cosas, me propuse ir a emborracharme. Ésa fue la primera vez
en mi vida que realmente me emborraché. El temor de perder a Violeta y el
sentimiento de que, aunque ella tuviera perfecto derecho a hacer lo que
quisiera, debería haberme dicho la verdad me disgustó. Ese era mi problema:
creía que todas las mujeres deberían ser perfectas.
Creo que no empecé a beber patológicamente hasta 1935 aproximadamente.
Alrededor de esas fechas ya había perdido casi todas mis propiedades con
excepción del lugar donde vivíamos. Las cosas habían ido de mal en peor.
Como consecuencia, tuve que renunciar a muchas cosas a las que me había
acostumbrado, y no me resultó muy fácil hacerlo. Creo que esto fue lo que
realmente me hizo empezar a beber en 1935. Empecé a beber a solas. Volvía a
mi casa con una botella y recuerdo muy claramente que miraba alrededor mío
para ver si Violeta me estaba mirando. Ya debería haber sabido que algo
andaba muy mal. Recuerdo verla observándome. Llegó el momento en que me
habló del asunto, y yo decía que tenía un resfriado y no me sentía bien. Y así
siguieron las cosas durante dos meses, y luego ella volvió a regañarme por la
bebida. En aquel entonces, debido a la revocación de la prohibición,
nuevamente se podía comprar whisky, y yo iba a la tienda para comprar el
mío y lo llevaba a mi oficina para esconderlo debajo del escritorio, y más
adelante en otros lugares, y pronto había acumulado una buena cantidad de
botellas vacías. Mi cuñado estaba viviendo con nosotros en aquel entonces, y
yo le decía a Violeta, “tal vez las botellas sean de tu hermano. No sé.
Pregúntale a él. No sé nada de las botellas." De hecho estaba ansiando
tomarme un trago; sentía que lo necesitaba. Desde aquel momento en adelante,
la mía es la historia típica de un bebedor.
Llegue al punto en que esperaba ansiosamente los fines de semana y las
oportunidades que se me presentaban para beber, y para apaciguarme me
decía que los fines de semana los tenía reservados para mí mismo y que el
beber los fines de semana no interfería en mí vida familiar ni en mis negocios.
Pero los fines de semana iban alargándose hasta incluir los lunes y pronto me
encontré bebiendo todos los días. En esa coyuntura mi trabajo de médico
apenas nos daba lo justo para vivir.
Una cosa peculiar ocurrió en 1940. En ese año, un viernes por la noche, un
hombre a quien conocía hacía varios años, vino a mi consultorio. Mi padre le
había atendido muchos años atrás. La esposa de este hombre había estado
enferma un par de meses, y cuando vino a verme me debía una pequeña
factura. Le receté y le di una medicina. Al día siguiente, sábado, volvió y me
dijo: "Jim, te debo la medicina que me diste anoche. No te pagué." Pensé: "Sé
que no me pagaste porque no te receté nada." Me dijo: "Si. La receta que me
diste anoche para mi esposa." El miedo se apoderó de mí porque no podía
acordarme de nada. Ésa fue la primera laguna mental que tuve que reconocí
como tal. A la mañana siguiente, llevé otra medicina a la casa de ese hombre y
la cambié por la botella que tenía su esposa. Entonces le dije a mi esposa: "hay
que hacer algo." Me llevé esa botella de medicina y se la di a un buen amigo
mío que era farmacéutico para que la analizara y la medicina estaba
perfectamente bien. Pero en este punto me di cuenta de que no podía parar y
que era un peligro para mí mismo y para otros.
Tuve una larga conversación con un psiquiatra sin ningún resultado, y
también por aquella época hablé con un pastor religioso a quien respetaba
mucho. El enfocó el asunto desde la perspectiva religiosa y me dijo que yo no
iba a la iglesia con la debida frecuencia y que le parecía que ésa era, más o
menos, la causa de mis problemas. Me rebele contra esa idea, porque en la
época en que estaba a punto de graduarme de la escuela secundaria, me vino
una revelación acerca de Dios; y me complicó mucho las cosas. Se me ocurrió
la idea de que si Dios, como mi madre decía, era un Dios vengativo, entonces
no podía ser un Dio amoroso. No podía entenderlo. Me rebelé y, a partir de
entonces, no creo que asistiera a la iglesia más de una docena de veces.
Después de este incidente en 1940, busqué otras formas de ganarme la vida.
Tenía un buen amigo que trabajaba en el gobierno, acudí a él para ver si me
podía conseguir un trabajo. Me lo consiguió. Trabajé para el gobierno durante
un año y seguí manteniendo mi consulta por las tardes hasta que las agencias
gubernamentales fueron descentralizadas. Luego me fui al Sur porque me
dijeron que el condado al que me dirigía en Carolina del Norte era un condado
donde no se permitía la venta de alcohol. Pensé que esto sería una gran ayuda
para mí. Conocería a algunas personas nuevas y estaría en un condado seco.
Pero cuando llegué a Carolina del Norte descubrí que no era nada diferente.
El estado era diferente, pero yo no. No obstante, me mantuve sobrio unos seis
meses porque sabía que Violeta iba a venir más tarde con los niños. En aquel
entonces, teníamos dos hijas y un hijo.
Algo paso. Violeta había conseguido un trabajo en Washington. Ella también
trabajaba para el gobierno. Empecé a preguntar dónde podría conseguirme un
trago y descubrí que no era difícil. Creo que el whisky era más barato allí que
en Washington. Las cosas iban empeorando hasta que llegaron a estar tan mal
que el gobierno me volvió a investigar. Por ser alcohólico, astuto y porque aún
me quedaba un poco de sentido común, sobreviví la investigación. Luego sufrí
mi primera hemorragia estomacal grave. Pasé cuatro días sin poder ir a
trabajar.
También me metí en muchas dificultades económicas. Conseguí un préstamo
de $500 del banco y $300 de la casa de empeños y me los bebí rápidamente.
Entonces decidí volver a Washington. Mi esposa me recibió amablemente, a
pesar de que vivía en un apartamento de un solo cuarto con cocina. Se había
visto reducida a esta situación. Prometí que iba a hacer lo debido. Ahora los
dos estábamos trabajando en la misma agencia. Yo seguí bebiendo. Una noche
de octubre me emborraché, me quedé dormido al aire libre bajo la lluvia y me
desperté con pulmonía. Seguíamos trabajando juntos y yo seguía bebiendo y
me imagino que los dos, en lo más profundo de nuestros corazones, sabíamos
que yo no podía dejar de beber. Violeta creía que yo no quería dejar de beber.
Tuvimos varias riñas, y en una o dos ocasiones le di un puñetazo. Decidió que
no quería soportar más. Así que fue al tribunal y habló con el juez. Los dos
idearon un plan según el cual ella podía evitar que yo la importunara de
cualquier manera si así lo quería.
Volví a casa de mi madre para pasar allí unos cuantos días hasta que se
calmaran las cosas, porque el fiscal había despachado una citación para que
yo lo fuera a ver a su oficina. Un policía llamó a la puerta buscando a James
S., pero allí no había nadie con ese nombre. Volvió varias veces. Pasados unos
diez días, me metieron a la cárcel por estar borracho y este mismo policía
estaba en la comisaría cuando me llevaron allí arrestado. Tuve que pagar una
fianza de $300 porque tenía la citación todavía en el bolsillo. Fui a ver al fiscal
y acordamos que yo iría a vivir con mi madre, lo cual quería decir que Violeta
y yo estábamos separados. Seguí trabajando y seguí yendo a almorzar con
Violeta y ninguno de nuestros conocidos en el trabajo sabía que estábamos
separados. Muy a menudo viajábamos juntos al trabajo pero lo que realmente
me daba rabia era la separación.
El siguiente mes de noviembre, me tomé unos días libres después del día de
pago para celebrar mi cumpleaños, que era el 25 de ese mismo mes. Como de
costumbre me emborraché y perdí el dinero. Alguien me lo quitó. Eso era lo
que solía ocurrir. A veces se lo daba mi madre y luego volvía para insistir que
me lo devolviera. Tenía muy poco dinero. Me quedaban cinco o diez dólares en
el bolsillo. El día 24, después de pasar bebiendo todo el día 23, debí de haber
decidido que quería ver a mi esposa para tener una reconciliación o por lo
menos hablar con ella. No recuerdo si fui en tranvía, caminando, o en taxi
Ahora lo único que recuerdo es que Violeta estaba en la esquina de las calles 8
y L, y recuerdo vívidamente que ella llevaba un sobre en la mano. Recuerdo
hablar con ella, pero no lo que pasó después. Lo que realmente pasó fue que
saqué una navaja del bolsillo y la apuñale tres veces. Luego me fui y volví a
casa para acostarme. Alrededor de las 8 ó 9, vinieron dos detectives y un
policía para arrestarme por agresión; y yo me sentí la persona más asombrada
del mundo cuando me dijeron que había agredido a alguien, y especialmente
que había atacado a mi esposa. Me llevaron a la comisaría y me encerraron.
A la mañana siguiente tuve que comparecer ante el juez. Violeta fue muy
amable y explicó al jurado que yo era fundamentalmente un buen hombre y un
buen marido pero bebía demasiado y ella creía que me había vuelto loco y que
me deberían encerrar en un manicomio.
El juez dijo que si a ella le parecía así, haría que me confinaran tres días para
tenerme en observación y examinarme. No hubo ningún tipo de observación.
Puede que hicieran un poco de investigación.
Lo más parecido a un psiquiatra fue un internista que me vino a sacar la
sangre para hacer un análisis. Después del juicio, volví a sentirme magnánimo
y me pareció que debería hacer algo para corresponderle a Violeta su bondad;
así que dejé Washington y me fui a Seattle a trabajar. Estuve allí unas tres
semanas y luego me impacienté y empecé a vagabundear por el país, de aquí
para allá, hasta que acabé en Pennsylvania, en una acería.
Trabajé allí durante unos dos meses y entonces empecé a sentirme indignado
conmigo mismo y decidí volver a casa. Creo que lo que más rabia me daba era
que justo después del Domingo de Resurrección cobre mi sueldo de dos
semanas y decidí que iba a enviarle algún dinero a Violeta y sobre todo que
iba a enviarle un vestido de fiesta a mi hija. Pero daba la casualidad de que
había una tienda de licores entre la acería y la oficina de correos y entré allí
para tomarme un trago.
Naturalmente la niña nunca recibió su vestido. Los $200 dólares que cobre
aquel día de pago acabaron sirviéndome para muy poco.
Ya que sabía que yo solo no sería capaz de guardar la mayor parte de ese
dinero, se lo di a un blanco, dueño del bar que frecuentaba, para que él me lo
guardara. Acordó guardármelo pero yo no dejé de fastidiarle continuamente.
El sábado antes de irme me quedaba un solo billete de 100 dólares; me compré
un par de zapatos y despilfarré casi todo lo que quedaba. Con el poco dinero
restante compré un billete de tren para regresar a Washington.
Unos días después de mi regreso, un amigo me llamó para pedirme que
arreglara un enchufe eléctrico. Pensando únicamente en los dos o tres dólares
que ganaría con los que podría comprarme whisky, hice el trabajo y así fue
como conocí a Ella G., a quien debo mi ingreso a A. A. Fui al taller de mi
amigo para arreglar el enchufe, y allí vi a esta mujer. Ella me observaba sin
decir nada. Finalmente me pregunto: "¿Te llamas Jim S.?" Y le dije que sí. Y
luego me dijo quien era: Ella G. Años atrás cuando la conocí, era bastante
delgada, pero en aquel entonces pesaba más o menos lo que pesa ahora, o sea
alrededor de 90 kilos. No la había reconocido a primera vista, pero en cuanto
me dijo su nombre la recordé inmediatamente. No me dijo nada en esa ocasión
acerca de A.A., ni de conseguirme un padrino, pero me preguntó cómo estaba
Violeta, y le respondí que Violeta estaba trabajando y le dije cómo podría
ponerse en contacto con ella, Pasado un par de días, sonó el teléfono. Era Ella
que me llamaba, Me preguntó si podría enviar a alguien a visitarme para
hablar de un asunto de negocios. No dijo nada de mi consumo de whisky,
porque si lo hubiera hecho, en seguida le habría dicho que no. Le pregunté de
qué trataba este asunto, pero sólo me replicó que este hombre "tiene algo
interesante que decirte, si le permites que vaya." Le dije que no tenía ningún
inconveniente en verlo. Me pidió otra cosa más. Me pidió que, si fuera posible,
estuviera sobrio para la entrevista. Y por ello hice un buen esfuerzo por estar
sobrio ese día; aunque mi sobriedad no era sino una especie de aturdimiento.
Esa tarde, alrededor de las siete, se presentó Charlie G., mi padrino, Al
principio no parecía muy cómodo. Me imagino que podía sentir que yo quería
que se apresurara a decir lo que tuviera que decir y se fuera. Empezó a hablar
acerca de sí mismo. Empezó a contarme sus penas y los problemas que tenía y
me dije, ¿por qué me está contando sus problemas este hombre? Ya tengo los
míos. Finalmente mencionó el asunto del whisky. El seguía hablando y yo
escuchando. Después de pasar él una hora hablando, yo todavía quería que se
apresurara a terminar la historia y que se fuera para que yo pudiera ir a la
tienda antes que cerrase para comprarme whisky. Pero a medida que él
hablaba, iba dándome cuenta que ésta era la primera persona que había
conocido que tenía los mismos problemas que yo y quien, le creo sinceramente,
me comprendía como individuo. Sabía que mi esposa no me entendía, porque
todo lo que le había prometido a ella y a mi madre y a mis más íntimos amigos
lo había hecho con toda sinceridad; pero el ansia de tomarme aquel primer
trago era más poderosa que cualquier cosa.
Después de escuchar a Charlie hablar un rato, me di cuenta que este hombre
tenía algo. En ese corto período de tiempo, logró despertar en mí algo que
había perdido ya hacía muchos años, es decir, la esperanza. Cuando se
marchó, le acompañé a la parada del tranvía, que estaba una media cuadra de
mi casa; pero entre mi casa y la parada había dos tiendas de licores, una en
cada esquina. Cuando Charlie se subió en el tranvía y se fue, regresé a pie a
casa sin siquiera pensar en las tiendas.
El domingo siguiente nos reunimos en casa de Ella G. Allí estaban Charlie y
otros tres o cuatro compañeros. Que yo sepa, ésa fue la primera reunión de un
grupo de A.A. compuesto de gente negra.
Celebramos una o dos reuniones en casa de Ella y luego dos o tres en la casa
de su madre. Entonces Charlie, u otro compañero, sugirió que nos pusiéramos
a buscar una sala para reunimos en una iglesia u otro local. Abordé a varios
pastores religiosos para proponerles la idea y todos decían que era una idea
muy buena pero nadie nos ofreció un espacio. Así que fui al YMCA y ellos
muy amablemente nos permitieron utilizar una sala a un alquiler de dos
dólares por sesión.
En aquel entonces efectuábamos nuestras reuniones los viernes por la tarde.
Huelga decir que al comienzo no eran muy concurridas; la mayoría de las
veces los únicos presentes éramos Violeta y yo. Pero con el tiempo logramos
que otros dos o tres vinieran y se quedaran, y de alli, por supuesto, fuimos
creciendo.
No he mencionado todavía el hecho de que Charlie, mi padrino, era blanco, y
cuando iniciamos nuestro grupo contamos con la ayuda unos grupos de gente
blanca de Washington. Muchos compañeros, miembros de estos grupos, venían
y nos apoyaban y nos explicaban como efectuar las reuniones. Y también nos
ayudaron mucho, enseñándonos a hacer el trabajo de Paso Doce. Para decir
verdad, si no hubiéramos podido contar con su ayuda, no habríamos
sobrevivido. Nos ahorraron mucho tiempo y una gran pérdida de esfuerzos. Y
a demás nos prestaron ayuda económica. Incluso cuando sólo teníamos que
pagar dos dólares de alquiler por la sala de reuniones, a menudo eran ellos los
que lo pagaban porque nuestra colecta era muy pequeña.
En esa época yo no trabajaba. Violeta me estaba cuidando y yo estaba dedicando mi
tiempo a la fundación de nuestro grupo.
Trabaje únicamente en esto durante seis meses. Iba recogiendo a los alcohólicos, uno
tras otro, porque quería salvar a todo el mundo. Había descubierto este “algo” nuevo,
y quería darlo a todos los que tenían un problema. No acabamos salvando a todo el
mundo, pero nos las arreglamos para ayudar a algunas personas