004 NUESTRO AMIGO ELO SUREÑO.mp3

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alcoholicos anonimos.
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NUESTRO AMIGO SUREÑO
Pionero de Alcohólicos. Anónimos., hijo de ministro religioso, y granjero sureño, preguntó: "¿Quién soy yo para decir
que no hay Dios?”
Mi padre es un ministro episcopalian y su trabajo le lleva a hacer largos viajes por malas carreteras. Tiene pocos feligreses, pero muchos amigos porque para él no tiene importancia la raza, el credo o la situación social. Aquí viene
ahora en su carruaje. Tanto él como su viejo Maud están contentos de llegar a casa. El viaje fue largo y frío, pero estaba agradecido por los ladrillos calientes que una atenta persona le había dado para calentarse los pies. Muy pronto la cena en la mesa. Mi padre bendice la mesa, lo cual atrasa mi ataque a las tortas de trigo sarraceno y las salchichas.
Llega la hora de acostarse. Subo a mi habitación en el ático. Hace frío y por eso me meto en seguida en la cama. Me meto debajo de la pila de mantas y apago la vela. Se está levantando el viento y aúlla alrededor de la casa. Pero yo me siento a salvo y seguro. Me quedo tranquilamente dormido.
Estoy en la iglesia. Mi padre está dando el sermón. Una avispa está subiendo por la espalda de una mujer que está enfrente de mí.
Me pregunto si le llegará al cuello. ¡Qué lástima! Se ha ido volando. Por fin. Se ha terminado el sermón.
"Dejad que vuestra luz brille ante los hombres para que puedan ver vuestras buenas obras." Busco mi moneda de cinco centavos para echar en el platillo para que se vean las mías.
Estoy en el cuarto de un compañero de la universidad. Me pregunta: "Novato, ¿te tomas un trago de vez en cuando?" Vacilo en responder. Mi padre nunca me ha hablado directamente acerca de la bebida, pero que yo sepa él no bebía.
Mi madre odiaba el alcohol y tenía miedo a los borrachos. Su hermano había sido un bebedor y murió en u hospital del estado para los locos. Pero no se hablaba de su vida, al menos conmigo. Nunca me había tomado un trago, pero
había visto en los muchachos que bebían la suficiente alegría como para despertar mi interés. Nunca llegaría a ser como el borracho del pueblo.
"Bien," dijo mi compañero, "¿lo haces?"
"De vez en cuando," dije mintiendo. No quería que pensase que yo era un mariquita.
Nos sirvió un par de copas. "Salud," dijo. Me la tomé de un trago y me atraganté. No me gustó, pero no lo dije. Me sobrevino una agradable sensación de bienestar. Después de todo esto no estaba mal. Sí, me tomaré otra. Me sentía cada vez mejor. Llegaron otros muchachos. Se me desató la lengua.
Todo el mundo se estaba riendo a carcajadas. Yo era ocurrente. No tenía ningún sentimiento de inferioridad. Ni siquiera estaba avergonzado de mis piernas delgadas. Esto era estupendo. La habitación se iba llenando de una neblina. La luz eléctrica empezó a moverse. Luego aparecieron dos bombillas. Las caras de los otros muchachos
parecían cada vez más borrosas. Qué mal me sentía. Me fui tambaleante hasta al baño. No debería haber bebido tanto ni tan de prisa. Pero ahora sabía cómo hacerlo. Después de esto bebería como un caballero.
Y así conocí a Don Alcohol, el gran señor que a mi petición me convertía en una persona jovial, que me daba tan buena voz cuando cantábamos y que me liberaba del temor y de los sentimientos de inferioridad. Era sin duda mi buen amigo.
Hora de los exámenes finales de mi último año y todavía tengo una posibilidad de graduarme. No habría intentado hacerlo, pero mi madre lo espera con mucha ilusión. Gracias a un ataque de sarampión no me expulsaron durante mi
segundo año.
Pero el fin está cerca. Mi último examen es bastante fácil. Miro las preguntas que hay en la pizarra. No puedo recordar la respuesta a la primera. Probaré la segunda. Esta tampoco. No parece que me acuerde de nada. Me concentro en
una de las preguntas. No puedo fijar la atención en lo que estoy haciendo. Me siento nervioso. Si no empiezo pronto no me dará tiempo a terminar. En vano.
No puedo pensar.
Me voy de la sala, lo cual se permite por el sistema de honor. Voy a mi cuarto. Me sirvo un trago de whisky con soda. Ahora vuelvo al examen. Mi pluma corre a toda prisa por la hoja. Sé lo suficiente para aprobar. Qué fiel amigo es Don
Alcohol. Puedo contar con su ayuda.
Qué poder ejerce sobre la mente. Me ha otorgado mi diploma.
Pesas menos de lo normal. Cuánto odio esta frase. Tres veces intenté alistarme en el ejército y tres veces me echazaron por delgado. Claro que me he recuperado recientemente de una pulmonía y tengo una excusa, pero mis
amigos ya están en la guerra o de camino y yo no lo estoy. Visito a un amigo que está esperando órdenes. Prevalece el ambiente de "come, bebe y diviértete" y lo absorbo. Todas las noches bebo mucho. Puedo aguantar mucho ahora, más que los demás.
t e n g o que pasar un reconocimiento médico para alistarme y me admiten Tengo que presentarme en el campo de entrenamiento el 13 de noviembre. Se firma el Armisticio el día 11 y se suspende el reclutamiento. Nunca fui al ejército. La guerra me deja con un par de mantas, un equipo de aseo, un suéter hecho por mi hermana y un sentimiento de inferioridad aún más grande.
S o n l a s diez de la noche de un sábado. Estoy trabajando duro en libros de contabilidad de una sucursal de una compañía grande.
He tenido experiencia en vender, cobrar cuentas y en contabilidad y voy ascendiendo los peldaños.
Y entonces llega el colapso. El algodón cayó a pique y no se podía cobrar cuentas. Un superávit de 23 millones despareció. Oficinas cerradas y empleados despedidos. A mí me han transferido con los libros de contabilidad
a la sede central. No tengo a nadie que me ayude y trabajo por las noches, los sábados y los domingos. Me han reducido mi sueldo. Afortunadamente, mi esposa e hijo recién nacido están en casa de unos familiares. Me siento
agotado. El médico me ha dicho que si no trabajo al aire libre acabaré con tuberculosis. Pero qué voy a hacer. Tengo que mantener a la familia. No tengo tiempo para buscar otro trabajo.
Busco la botella que George el ascensorista acaba de darme.
Soy viajante. Se ha acabado el día sin mucho éxito. Voy a acostarme. Me gustaría estar en casa con la familia y no en este lúgubre hotel.
Pero mira quién está aquí. Mi amigo Carlitos. Cuánto me alegro de verte. ¿Cómo estás? ¿Una copita? Claro que sí. Compramos un galón de whisky, por qué está tan barato. No obstante, todavía ando con paso bastante seguro usando me voy a la cama. Llega la mañana. Me siento horrible. Un traguito me ayuda a enderezarme.
Pero tengo que tomarme algunos más para mantenerme en pie.
Ahora soy maestro en una escuela para muchachos. Estoy contento en mi trabajo. Me llevo bien con los muchachos y lo pasamos muy bien en clase y fuera.
Las facturas del médico son muy elevadas y la cuenta de banco es baja. Mis suegros nos ayudan. Tengo el orgullo herido y estoy lleno de autocompasión.
No parece que nadie me compadezca por mi enfermedad y yo no reconozco el amor que motiva el regalo.
Llamo al contrabandista para llenar mi barril carbonizado; pero no espero a que el barril suavice la bebida. Me emborracho. Mi esposa está muy triste. Su padre viene para sentarse conmigo. Nunca me dice nada hiriente. Es un
verdadero amigo, pero yo no sé apreciarlo.
Nos quedamos en casa de mi suegro. Mi suegra está en el hospital en condición crítica. No puedo dormir. Tengo que calmarme. Bajo la escalera furtivamente y saco una botella de whisky del sótano. Me sirvo unos cuantos tragos uno tras otro. Aparece mi suegro. Le pregunto si le gustaría un trago. No, me dice nada y parece que ni siquiera me ve. Se le muere su esposa esa noche.
Mi madre ya lleva mucho tiempo muriéndose de cáncer. Se está acercando al fin y está en el hospital. He estado ebiendo mucho sin llegar a emborracharme. No puedo dejar que mi madre lo sepa. La veo a punto de morir.
Vuelvo al hotel donde me alojo y consigo ginebra del botones. Me la bebo y me acuesto. Me tomo otros tragos más por la mañana y voy a visitar a mi madre.
No puedo soportarlo. Vuelvo al hotel y consigo más ginebra. Sigo bebiendo sin tregua. Recobro el conocimiento a las tres de la mañana. Se ha vuelto a apoderar de mí una tortura indescriptible. Enciendo la luz. Tengo que salir
del cuarto o me voy a tirar por la ventana. Voy caminando millas y millas. En vano. Voy al hospital donde he trabado amistad con el superintendente de noche. Me mete en la cama y me pone una inyección.
Estoy en el hospital visitando a mi esposa. Tenemos un nuevo hijo.
Pero ella no está contenta de verme. He estado bebiendo durante el parto Su padre se queda con ella.
Un día de noviembre frío y sombrío. He venido luchando ferozmente por dejar de beber, pero he perdido todas las batallas. Le digo a mi esposa que no puedo dejar de beber. Me suplica que me ingrese en un hospital para alcohólicos que alguien nos ha recomendado.
Acepto hacerlo. Ella hace los arreglos, pero rehusó ir. Lo haré por mi cuenta a solas. Esta vez lo dejo para siempre. Sólo me voy a tomar unas pocas cervezas de vez en cuando.
En el último día del siguiente mes de octubre, una mañana oscura y lluviosa.
Me despierto encima de un montón de heno en un granero.
Busco la bebida y no la encuentro. Me acerco a una mesa y me bebo cinco botellas de cerveza. Tengo que conseguir licor. De repente me siento desesperado, no puedo más. Voy a casa. Mi esposa está en el salón. Me estuvo buscando toda la noche desde que abandoné el auto y me fui vagando por ahí.
Siguió buscándome por la mañana. Ya no puede aguantar más. Es inútil seguir intentándolo porque no hay remedio. "No digas nada", le digo. "Voy a hacer algo."
Estoy en un hospital para alcohólicos. Soy alcohólico. El manicomio me espera. ¿Me podrían encerrar en casa? Otra tontería. ¡Podría! irme al oeste y vivir en un rancho donde no pudiera conseguir nada para beber. Puede que haga esto. Otra tontería. Quisiera morirme como lo he deseado muchas veces.
Soy demasiado cobarde para suicidarme.
Cuatro alcohólicos juegan al bridge en una sala llena de humo. Cualquier cosa para distraer la mente. Termina la partida y los otros tres se marchan. Me pongo a hacer la limpieza. ¡Uno de los hombres! vuelve y cierra la puerta.
Me mira. "Te crees que estás desahuciado, ¿verdad?," me pregunta.
"Sé que lo estoy," le respondo.
"Pues no lo estás," me dice. "Hoy hay hombres en Nueva York que estaban en peor situación que tú y ya no beben."
"¿Por qué has vuelto aquí?" le pregunto.
"Salí de aquí hace nueve días diciendo que iba a ser sincero, pero no lo he sido," me responde.
Un fanático, me digo a mí mismo, pero me callo por cortesía. "¿Qué hay?" le digo.
Entonces él me pregunta si creo en un poder superior a mí mismo, ya sea que lo llame Dios, Alá, Confucio, Causa Primera, Mente Divina, o cualquier otro nombre. Le dije que creo en la electricidad y en otras fuerzas de la naturaleza,
pero en cuanto a Dios, si es que existe, nunca ha hecho nada por mí. Entonces me pregunta si estoy dispuesto a reparar todos los daños que pueda haber hecho a cualquier persona, por equivocadas que creyera que estaban estas
personas. ¿Estoy dispuesto a ser sincero conmigo mismo acerca de mí mismo y contarle mis asuntos a otra persona y estoy dispuesto a pensar en otra gente y en sus necesidades en lugar de las mías para así liberarme de mi problema
con la bebida?
Haré cualquier cosa," replico.
“Entonces se han acabado todos tus problemas," me dice el hombre y se va del
cuarto. Sin duda alguna este hombre está en mal estado mental. Tomo un libro
y trato de leer pero no me puedo concentrar. Me meto en la cama y apago la
luz. Pero no puedo dormir. De repente se me ocurre una idea. ¿Es posible que
toda la buena gente que he conocido esté equivocada acerca de Dios? Entonces
me encuentro pensando en mí mismo y en algunas cosas que quería olvidar.
Empiezo a ver que no soy la persona que creía ser, que me había juzgado a mi
mismo comparándome con otros y siempre salía ganando.
Me quede sorprendido.
Luego se me ocurre una idea que es como una voz. "¿Quién eres para decir
que no hay Dios?" Sigue resonando en mi cabeza. No puedo librar de ello.
Me levanto de la cama y voy al cuarto de ese hombre. Está leyendo “Tengo que
hacerte una pregunta,” le digo. "¿Cómo se encuadra la oración en esto?"
Bueno," me dice, "a lo mejor has intentado rezar como yo lo he intentado.
Cuando estabas en un apuro has dicho, 'Dios mío, haz esto o lo otro’, y si los
resultados eran de tu gusto, allí se acababa todo, y si no era así has dicho:
'Dios no existe,' o 'no hace nada por mí,' ¿verdad?"
Sí," le digo.
“Así no se hace," me dice. "Lo que yo hago es decir 'Dios, aquí estoy yo y aquí
están mis problemas. Lo he arruinado todo y no puedo hacer nada para
remediarlo. Aquí me tienes con todos mis problemas, haz lo que quieras
conmigo.' ¿Te sirve esto de respuesta?" Sí," le respondo. Me vuelvo a la cama.
No me parece tener sentido. De repente me sobreviene una ola de
desesperación total.
Estoy al fondo del infierno. Y allí nace una tremenda esperanza. Tal vez sea
verdad.
Salto de la cama y me pongo de rodillas. No sé lo que estoy diciendo. Pero
lentamente me viene una gran sensación de paz. Me siento con nuevos ánimos.
Creo en Dios. Me vuelvo a la cama y duermo como un niño.
Algunos hombres y mujeres vienen a visitar a mi amigo de la noche anterior.
Él me invita a conocerlos. Es un grupo muy alegre. Nunca he visto gente tan
alegre. Hablamos. Les hablo de lo de la paz y les digo que creo en Dios. Pienso
en mi esposa. Debo escribirle. Una mujer me sugiere que la llame por teléfono.
¡Qué idea más maravillosa!
Al oír mi voz mi esposa sabe que he encontrado la solución. Viene a Nueva
York. Salgo del hospital y vamos a visitar a algunos de estos nuevos amigos.
Estoy de vuelta en casa. He perdido la Comunidad. Todos los que me
entienden están lejos. Sigo teniendo los mismos problemas y preocupaciones de
siempre. Los miembros de mi familia me irritan. No parece que nada salga
bien. Me siento triste y deprimido. Tal vez me ayudaría un trago. Me pongo el
sombrero y salgo disparado en el auto.
Una cosa que me dijeron mis amigos de Nueva York fue que me interesara en
las vidas de otras personas. Voy a ver a un hombre a quien me habían pedido
que fuera a visitar y le cuento mi historia. Me siento mucho mejor. Me he
olvidado del trago.
Estoy en un tren de camino a una ciudad. He dejado a mi esposa en casa,
enferma, y he sido muy poco amable al dejarla. Me siento muy triste. Tal vez
me ayudarán unos cuantos tragos cuando llegue a la ciudad. Se apodera de mí
un gran temor. Hablo con la persona que está a mi lado. El temor y la idea
loca desaparecen.
Las cosas en casa no van muy bien. Voy dándome cuenta de que no puedo
hacer lo que quiero como solía hacer. Les echo la culpa a mi esposa y a los
niños. La ira se apodera de mí, una ira tan intensa como nunca. No lo voy a
aguantar. Hago las maletas y me voy. Me quedo en casa de algunos amigos
comprensivos.
Veo que me he equivocado en algunas cosas. Ya no me siento airado. Vuelvo a
casa y pido disculpas por mis errores. Estoy nuevamente tranquilo. Pero no
me doy cuenta todavía qué debo hacer actos constructivos de amor sin esperar
nada a cambio. Me daré cuenta de esto después de tener algunas explosiones
más.
Vuelvo a estar deprimido. Quiero vender la casa y trasladarme a otro sitio.
Quiero estar en un lugar donde pueda encontrar a algunos alcohólicos a
quienes ayudar y tener algunos compañeros. Un hombre me llama por
teléfono. ¿Puede quedarse en mi casa un par de semanas un joven bebedor?
Pronto tengo conmigo otros alcohólicos y otros que tienen otros problemas.
Empiezo a dármelas de Dios. Creo que puedo arreglar a todo el mundo. No
arreglo a nadie, pero voy aprendiendo mucho y he hecho algunos amigos
nuevos.
Nada anda bien. Estamos en mala condición económica. Tengo que encontrar
una manera de ganar dinero. Parece que la familia está pensando únicamente
en gastar dinero. La gente me fastidia. Intento leer. Intento rezar. Me veo
hundido en la melancolía. ¿Por qué me ha abandonado Dios? Ando alicaído
por la casa. No quiero salir y no quiero emprender nada. ¿Qué me está
pasando? No puedo entender. No quiero ser así.
Voy a emborracharme. Tomo esta decisión con total frialdad. Es una acción
premeditada. Me hago un pequeño apartamento encima del garaje; tengo
libros y agua para beber. Voy al pueblo para comprarme algo que comer y
alcohol para beber. No voy a tomarme nada hasta que vuelva. Luego me
encerraré y me pondré a leer. Y mientras leo iré tomándome algunos traguitos
a largos intervalos.
Estaré sosegado y me quedaré así.
Subo al auto y me voy. A mitad de la avenida que lleva a la casa se me ocurre
una idea. Por lo menos voy a ser sincero. Voy a decirle a mi esposa lo que voy
a hacer. Doy marcha atrás y entro en la casa.
Llamo a mi esposa y la llevo a una sala donde podemos hablar en privado. Le
digo calmadamente lo que voy a hacer. No me dice nada.
No se altera. Se queda allí perfectamente tranquila.
Cuando acabo de hablar, veo la absurda que es la idea. No tengo el más
mínimo miedo de nada. Me río de la locura de la propuesta.
Hablamos de otras cosas. La fortaleza ha surgido de la debilidad.
Ahora no puedo ver la causa de esa tentación. Pero más tarde me daré cuenta
de que todo empezó con mi deseo de éxito material llego a ser mas fuerte que
mi interés en el bienestar de mi prójimo.
Llego a comprender mejor esa piedra angular del carácter: la honradez. Me
doy cuenta de que nuestro sentido de la honradez se hace cada vez más agudo
cuando actuamos de acuerdo con nuestro más noble concepto de la honradez.
Entiendo que la sinceridad es la verdad y que la verdad nos liberara.