En el año 1941, durante la Segunda Guerra Mundial, un prisionero llamado Tomás fue seleccionado para morir en un campo de concentración. Cuando escuchó su nombre, cayó de rodillas llorando suplicando: “¡Tengo esposa e hijos!”. Sorprendentemente, otro prisionero se acercó al oficial y dijo: “Yo no tengo familia. Déjelo vivir. Yo tomaré su lugar”. El oficial aceptó. El hombre que se ofreció murió días después, pero el que fue perdonado vivió para contar la historia durante décadas. Con lágrimas, siempre decía: “Estoy vivo porque alguien ocupó mi lugar”.
De la misma manera, tú y yo teníamos una sentencia. El pecado nos había separado de Dios. No teníamos cómo pagar, ni con qué justificar nuestra culpa. Pero el Señor Jesús se ofreció voluntariamente a tomar nuestro lugar en la cruz. No lo hizo por obligación, sino por amor eterno.
Su sacrificio no fue simbólico. Fue real, sangriento y necesario. Él murió para que tú vivas. Fue castigado para que tú seas perdonado.
Por eso, nunca olvides lo que vales. Eres profundamente amado. Tu vida tiene sentido porque el Señor Jesús decidió ocupar tu lugar. La Biblia dice en Juan 15:13: “Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos” (RV1960).