Libro de los Sonidos Insurgentes, capítulo uno:
Y aconteció que en los días donde la cultura se vendía al mejor postor, cuando los altares del entretenimiento eran custodiados por bufones de sonrisa fingida y las grandes casas del espectáculo servían a ídolos huecos, surgió una voz desde la raíz del alma, una guitarra en alto, una palabra sembrada en tierra fértil, una conversación tejida con cuerdas de memoria y acordes de esperanza.
En Radio Pachuko, aquel lugar donde los rebeldes afinan su oído, se alzó la figura de MAX Goldenberg,
hombre de melodía lenta y mirada de río viejo,
quien dedicó su palabra al hermano ausente, al sobrino Fidel, sembrador de acordes en tierras de silencio.
Y preguntó el profeta: “¿No es este el tiempo de levantar la voz contra la miseria del arte precario?
¿No deben los músicos de renombre denunciar las cadenas que impone la política
al pan de cada creador?”
Entonces habló UNO,
ese disco melancólico que como trampa emocional abrazó una generación entera,
en el eco de Boceto para la Esperanza se escuchó la sentencia del espíritu:
“Ver para atrás, para saber de dónde vienes.”
Así se reveló el secreto: solo quien recuerda puede cantar bajo la luna,
incluso si faltan sílabas y sobra la emoción.
Y entre UNO e Historias de Nadie,
se abrió el Portoncito de los secretos,
donde aguardaba Etelvina Guido
y Presagio, canción que como un caballo sin nombre
atravesó el desierto de los idiomas
hasta tocar el alma sin pedir permiso.
Y fue buena. Y fue bestia. Y fue verdad.
Luego se elevó la pregunta del fuego:
¿Es bello el arte si calla la injusticia?
¿Es valiente el arte si repite consignas como letanías sin fe?
Y Jaime —hermano de las contradicciones— habló en parábolas:
que es más honesto desnudarse que predicar.
Y sonó entonces Hila Reta,
como un conjuro contra la gentrificación,
como rezo ante los muros que expulsan al que canta con hambre.
Porque en Radio Pachuko sabemos:
somos hijos de la contradicción.
Luchamos por la cultura, mientras la cultura decide si nos acepta.
Entonces se reveló otro misterio:
la caja de resonancia.
¿Puede el público consumir sin devorar?
¿Puede la fórmula no transformarse en dogma?
Y Fidel, con su voz de camino largo, respondió.
Y se escuchó La Contradanza de los Liberianos,
como un danzón de ironía y redención.
Pero aún quedaba por decir:
¿Por qué las obras valiosas son relegadas a la sombra,
mientras lo hueco brilla como oro falso?
Y entonces Derechos de Autor rugió,
rockablues de dientes afilados,
mensaje encriptado para quienes confunden el éxito con la venta,
la estética con la sumisión.
Y vino la pregunta final,
la que pesa como piedra en el pecho:
¿Hay espacio para la cultura profunda?
¿O solo escuchamos a quien ya tiene el micrófono?
Y Max y Jaime, testigos del camino, hablaron sin temor:
de las trampas mediáticas,
del rating infame,
de las empresas que, creyéndose sabias,
alimentan al monstruo del desecho.
Y al terminar el día, antes de partir al Baile de la Polilla,
se hizo la última recomendación:
No al bolero.
No al yo.
Sino a la Rumba del Cadejos.
Y así como lo anunció el anciano Jaime, se cerró la transmisión con La Cumbia de la Llorona, pues solo lo que duele y baila a la vez tiene el poder de sobrevivir el olvido.
Este episodio fue posible,
no por un milagro ni por concesión de los poderosos,
sino por la convergencia de fuegos independientes y tercos,
que encendieron esta señal: Casa Parker, El Gallinero de Cejas, Nasional Skateboards, MAPtvShowCR, Piro Soto y Valdelomar.
Todos reunidos en la sintonía del desacuerdo fértil.
Porque de la disonancia también nace la armonía.
Y así lo anunció el anciano Jaime,
se cerró la transmisión con La Cumbia de la Llorona,
pues solo lo que duele y baila a la vez
tiene el poder de sobrevivir el olvido.
Y el pueblo escuchó.
Y algunos entendieron.
Y otros cambiaron de canal.
Como estaba escrito.