Meditación
”aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois salvos)” (Efesios 2.5)
La acción divina en la salvación se produce en el tiempo en que los cristianos estaban en el pecado y bajo la ira divina. La muerte se produce como consecuencia del pecado, por tanto, todos están muertos en delitos y pecados (v. 1). Esa posición de muerte espiritual afecta a todos, tanto a vosotros, los gentiles (v. 1), como a nosotros, los judíos (v. 5). Este versículo resuelve el paréntesis que comenzó en el v. 1. Ese amor grande que se mencionó en el versículo anterior es el que impulsa a Dios a vivificar a quienes estaban, por condición natural, muertos delante de Dios y acreedores de la ira divina y no de la gracia salvadora.
El verbo de la oración principal es vivificó que literalmente significa dar vida con, en este caso Dios da vida con Cristo, que lo hizo porque es rico en misericordia. Debe tenerse en cuenta que la ira no impide la misericordia, se diría más, la determina e impulsa. No es posible la vivificación sin la obra redentora que comporta también la resurrección del Salvador. Se indica claramente que la vivificación llevada a cabo por Dios, en su amor hacia los que estábamos muertos, se alcanza mediante la unión vital con Cristo.
En la entrega del pecador al Salvador en un acto de fe, el Espíritu sitúa al nuevo creyente en Cristo, para que en contacto con Él, la vida de Dios, que es vida eterna, fluya hacia el salvo y se le comunique mediante la unión con el resucitado Salvador. La vida es dada al creyente por Dios, uniéndolo a Cristo quien provee vida eterna para Él (Jn. 1:4). Esta doctrina de la identificación con Cristo es la clave para entender la experiencia de vida nueva en el salvo (Gá. 2:20). Lo que el apóstol está enseñando es que la vida nueva, la vida eterna, se recibe solamente mediante la unión con Cristo, de otro modo, unidos al Hijo recibimos vida (Jn. 3:36a). Las consecuencias de la identificación con Cristo son primeramente el poder para dejar de servir a la carne y sus deseos (Gá. 5:24); en segundo lugar el poder para dejar la esclavitud que produce la sujeción a las ordenanzas humanas (Col. 2:20); y, en tercer lugar, el poder para dejar de ser esclavos al servicio del pecado (Ro. 6:18).
Las consecuencias de la identificación en el Resucitado, conducen a una nueva posición, viviendo en el Espíritu y siendo morada de Él para una vida de justicia (Ro. 8:9, 10). Esta vida no es una reparación de la anterior propia de la naturaleza adámica, sino la dotación de una nueva vida procedente y vinculada con Dios mismo (1 Jn. 5:12), que no es otra cosa que la participación del salvo en la naturaleza divina (2 P. 1:4).
El apóstol enfatiza el cambio de vida y, por tanto, de condición expresiva de esa vida por vinculación con Cristo: “y juntamente con Él”, quiere decir que, al juntarnos, esto es, al unirnos con Cristo, se recibe vida, que se mantiene para siempre ya que la unidad del pecador creyente con el Salvador es efectuada por el Espíritu.
La salvación es definitiva desde el momento de la fe, pero el proceso de la salvación atraviesa por tres etapas, la de justificación en el pasado, la de santificación en el presente, y la de glorificación en el futuro. De ahí el sentido de que por la gracia de Dios sois salvos, pero también estáis en el decurso de la salvación.
Una necesaria distinción tiene que ver también con los conceptos de misericordia y de gracia. La misericordia se compadece, la gracia perdona. Quiere decir esto que la salvación no descansa en ningún mérito o acción humana, sino plena, total y absolutamente en Dios mismo que la otorga, es decir, “la salvación es de Dios” (Sal. 3:8; Jon. 2:9).