Llegamos a este mundo como caídos de una chimenea. Al instante, nos vemos unidos a una serie de personas con quienes compartimos su sangre, sus genes. Una familia que nos hará encajar en sus mundos particulares, en sus modelos educativos, que intentarán inculcarnos sus valores, más o menos acertados.
Todo el mundo tiene una familia. Tener una es algo fácil: todos tenemos un origen y unas raíces. No obstante, mantener una familia y saber cómo construirla, alimentando el vínculo día a día para conseguir que esté unida, es más complicado.
En ocasiones tenemos grandes núcleos familiares con miembros que, posiblemente, hayamos dejado de ver y tratar. ¿Tenemos que sentirnos culpables por eso?
La verdad es que, en ocasiones, sentimos casi una obligación “moral” de llevarnos bien con ese pariente con quien compartimos poco o casi ningún interés, o que tanto desprecio nos hizo a lo largo de nuestra vida.
Puede que nos una la sangre, pero la vida no nos encaja con ninguna pieza, así que el alejarnos o mantener un trato justo y puntual no debe suponer ningún trauma.
Si bien somos una parte de la familia que nos ha tocado en suerte, también somos parte de una nueva familia, esa que sí elegimos, al momento de formar una pareja.
Y es en esa nueva familia donde nacen nuevos momentos, nuevos vínculos y naturalmente, nuevas historias.
La familia donde nacemos no se elige, pero sí aquella que formamos con el tiempo.
Y es en esta nueva familia donde debemos lograr la mayor armonía posible, preservando ese nuevo núcleo para que nos sirva de refugio, para que sea nuestro espacio y nuestro lugar.