Vivimos alejados de Dios, inmersos en un mundo que navega sin rumbo en el barco del pecado, desplegando velas de violencia, egoísmo, hedonismo y corrupción. Como humanidad, decidimos vivir a espaldas del Creador, separados de Él por nuestro pecado. Así nos volvimos sus enemigos, sin darnos cuenta de que “la paga del pecado es muerte”. No hay esfuerzo humano, religión o buenas obras que puedan acercarnos a Dios o limpiarnos; solo podemos ser reconciliados con Él por medio del sacrificio de Jesucristo.
Dios, en su infinito amor, tomó la iniciativa: envió a su Hijo para restaurar la relación rota. Jesús vivió sin pecado, sufrió el castigo que merecíamos y murió en la cruz en nuestro lugar. Su sangre pagó el precio de nuestra redención, satisfizo la justicia divina y abrió un camino de reconciliación. Ahora, por gracia, Dios ofrece perdón y vida eterna a quienes pongan su fe en Cristo, confiando en que Él es el Hijo de Dios, el Salvador que ocupó nuestro lugar.
Esta reconciliación transforma radicalmente nuestra vida. Ya no somos extraños ni enemigos de Dios, sino hijos suyos, limpios y aceptos, con una herencia eterna asegurada. Al mismo tiempo, se nos da el privilegio y la responsabilidad de ser embajadores del mensaje de reconciliación, rogando al mundo: “Déjense reconciliar con Dios”.
Hoy, la pregunta clave es: ¿seguirás viviendo como enemigo de Dios, o aceptarás el regalo de Su amor y perdón? Solo al confiar en Cristo encontrarás verdadera paz, gozo y la esperanza segura de la vida eterna. ¡Amén!