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La tradición cristiana nos recuerda que cada hogar está llamado a ser una iglesia doméstica, un lugar donde se siembre la fe, se cultiven los valores y se viva el amor de Dios en lo cotidiano. Sin embargo, la realidad nos golpea con fuerza: muchas casas se parecen más a hoteles donde cada miembro entra y sale según su conveniencia, que a un espacio de encuentro y oración. La televisión, las redes sociales y el trabajo excesivo han reemplazado las conversaciones profundas; el diálogo se ha vuelto un lujo y la oración compartida, una rareza.