La noche era fría, lluviosa y muy oscura. La espera en aquel callejón se estaba haciendo muy larga y en varias ocasiones había tenido que palpar en el bolsillo de su gabardina el Colt 22 al escuchar voces acercándose por si acaso había de usarla.
Aún retenía en su nariz el olor nauseabundo del cadáver que había tenido que inspeccionar en la morgue al lado de su amigo el forense tras deslizar unos franklins a él y al policía de la puerta. Había que hacerlo. Su vida no era la mejor, pero tampoco la peor. Ganarse la vida resolviendo crímenes para las familias más peligrosas de la ciudad tenía sus ratos peligrosos pero también sus ratos buenos.
Retenía también el sabor a whiskey malo que había compartido en la barra de aquel tugurio con su confidente Clarice, la buena de Clarice…
Al fin vio las luces del sedán negro acercarse a la puerta de atrás del Blue Station, su local de jazz de confianza. Las luces se apagaron, se abrieron puertas a sendos lados y se bajaron dos tipos enfundados en trajes negros demasiado caros para sus trabajos. Claro, sus trabajos oficiales.
El primero, Mr. Peter Aranzadi, de 9 a 5 abogado honorable para uno de los bufetes más importantes de aquella abarrotada y sucia ciudad. En sus ratos libres, asesor de las principales familias mafiosas de todo el Estado. Nada se hacía o movía en 200 millas a la redonda sin que contara con el visto bueno del señor Peter.
El otro, Mr. Edward Córdoba, para su familia y amigos un contable del National Western Bank. Para los que le conocían algo más, el financiador de las principales transacciones de dudoso origen en esta margen del río.
Para él, detective de buenas historias, no sólo amigos, sino inspiradores.
Tras saludarse los tres con un ligero toque en el ala del sombrero, abrieron la puerta de aquel antro acogedor, oyeron unas notas de jazz reconfortantes y entraron al cobijo del calor del local, el whiskey reservado para ellos y la seguridad de una buena conversación.