El barco S. S. Falcon, de la línea marítima Diamante Rojo, con salida de Nueva York y rumbo a Maracaibo, Venezuela, se deslizó por la bahía y atracó en el muelle del
puerto de La Guaira una calurosa tarde tropical de principios del año 1927. Yo era pasajero de ese barco con destino a los yacimientos de petróleo de Maracaibo,
empleado de la compañía petrolera x, contratado para trabajar dos años con un buen sueldo y gastos pagados. Allí esperaba trabajar dos años con seriedad, ahorrar algún dinero y,
sobre todo, evitar pasar largos períodos bebiendo, lo cual podría interferir con mi trabajo, porque esto ya me había costado
demasiados trabajos en el pasado.
No quiero decir que tuviera la intención de dejar de beber completamente; no, eso habría sido un paso drástico. Pero allí en los yacimientos de petróleo, con unos buenos compañeros muy trabajadores y bebedores,
yo iba a aprender a controlar la bebida para que nunca volviera a dominarme. Este ambiente sin duda me ayudaría a aprender a beber moderadamente con los que podían hacerlo, y a evitar aquellas desastrosas juergas.
Yo era joven todavía; aún tenía posibilidades de triunfar en la vida y esta era mi oportunidad. Por fin tenía la solución que pronto pondría fin a mis problemas.
Red y yo nos habíamos hecho íntimos amigos durante el viaje desde Nueva York y estábamos juntos en la barandilla observando todas las actividades necesarias para amarrar el barco al muelle.
Él también iba a Maracaibo para trabajar con la misma compañía, y, ya que íbamos a pasar la noche allí en La Guaira, nos
pareció una buena idea desembarcar juntos y dar un paseo por el pueblo.
Red era un tipo muy simpático que de vez en cuando se tomaba un trago e incluso se emborrachaba en ocasiones, pero podía aguantar bastante bebiendo, y nunca lo hacía desmesuradamente.
Otros miles de hombres como él, que habían sido a lo largo de los años mis compañeros de tragos, no eran en absoluto responsables ni de mi forma de beber ni de lo que yo hacía ni del efecto que la bebida tenía en mí.
Así que bajamos del barco, él y yo, para pasear por el pueblo, y lo pasamos en grande. Después de tomarnos unos cuantos tragos, nos pareció que lo más conveniente sería visitar las cantinas del puerto, divertirnos como pudiéramos,
volver temprano al barco y tratar de descansar un poco. Así que me dije: “¿Qué puede tener de malo tomarse unos tragos?”. Tenía un día entero y dos noches para recuperarme.
Visitamos todas las cantinas que había en la desordenada calle principal de La Guaira y, sintiéndonos como reyes, decidimos volver al barco. Al llegar al puerto, descubrimos que el barco estaba atracado a unos diez
metros del muelle y para embarcar había que ir en una lancha. Ni Red ni yo nos sentíamos contentos con un transporte tan aburrido, así que decidimos subir por el cabo grueso de la popa.
Nos jugamos a cara o cruz para ver quién lo haría primero y a mí me cayó la suerte; así que me puse a subir por el cabo.
Un buen marinero, bien experimentado y perfectamente sobrio, nunca se propondría emprender nada tan insensato, y, como se podría suponer, a mitad de mi trayectoria la cuerda se me resbaló de las manos y me caí al agua de
la bahía con un sonoro ¡plaf! No recuerdo nada más hasta la mañana siguiente. El capitán del barco me dijo: “Es cierto, joven, que Dios cuida a los borrachos y a los niños.
Tal vez no lo sepas, pero esta bahía está infestada de tiburones y normalmente quien se cae al agua es hombre muerto. No te das cuenta del peligro de muerte que corriste, pero yo sí”.
Sí, tuve la suerte de salvarme de la muerte. Pero no me salvé de verdad hasta que no pasaran otros diez años, tras largas y repetidas borracheras; después de verme despedido de numerosos trabajos;
después de agotar la paciencia de mi familia, de enajenar a muchas amistades que podrían haber sido buenas y duraderas; después de hacer pasar a mi mujer por más tristezas y dolores que cualquier persona debiera tener que sufrir durante
toda su vida; después de médicos y hospitales y psiquiatras, casas de reposo, cambios de ambiente y todo lo demás que acompaña los vanos intentos del alcohólico de dejar de beber. Finalmente empecé a darme vaga cuenta del hecho de que
durante veinte años de beber continuamente, todos los medios para dejar de beber que me había propuesto (y me había propuesto todos) no me habían dado el resultado deseado. Odiaba tener que confesar, incluso a mí mismo,
que no podría vencer la bebida. Estaba derrotado. Me sentía desesperado y aterrorizado.
Nací en 1900. Éramos cuatro en la familia, y mi padre era un hombre muy trabajador que siempre hacía todo lo que podía para mantener a su familia con sus pocos ingresos.
Mi mamá, una mujer paciente, atenta y cariñosa, siempre nos trataba bien. Cuando llegamos a la edad apropiada, mi madre nos hizo asistir a la escuela dominical y sucedió que con el paso de los años fui participando cada vez más en ella;
me hice maestro, y más tarde llegué a ser superintendente de una pequeña escuela dominical de un barrio de la ciudad de Nueva York.
Cuando en abril de 1917 Estados Unidos entró en la Gran Guerra, yo era todavía menor de edad; pero, al igual que la mayoría de los demás jóvenes de esa época, tenía un fuerte deseo de entrar en la refriega.
A mis padres, por supuesto, nos les gustaba nada esa idea; me dijeron que fuera sensato y esperara a cumplir los 18 años. No obstante, por ser joven e inquieto, e inspirado por el espíritu militar de la época,
me fui de casa para alistarme en el Ejército en otra ciudad.
Y me alisté. No llegué a participar en las hostilidades del frente; pero, después del armisticio, serví como miembro de las fuerzas de ocupación en Renania y ascendí al rango de suboficial.
Durante ese período de servicio en el extranjero empecé a beber. Claro que lo hice por mi propia deci-sión. En ese entonces, tanto los civiles como los oficiales superiores miraban con indulgencia a los soldados que bebían.
Según lo recuerdo ahora, incluso en esos días no me sentía satisfecho con beber como la mayoría de la gente.
Las fuerzas de ocupación del ejército de los Estados Unidos, volvieron en su mayor parte a la madre patria en 1921, pero mis experiencias me habían avivado el deseo de viajar y, habiendo oído contar historias espantosas de la
prohibición en los Estados Unidos, quería quedarme en Europa, donde “un hombre podría saciar su sed”.
Fui a Rusia y luego a Inglaterra, antes de regresar a Alemania, manteniéndome con diversos trabajos; seguía bebiendo cada vez más, y mis aventuras de borracho eran cada vez más disparatadas. Regresé a casa en 1924 con el deseo sincero
de dejar de beber y la esperanza de que la prohibición, de la que tanto había oído hablar, me hiciera posible lograrlo; es decir, que me mantuviera alejado de la bebida.
Conseguí un buen puesto, pero tardé poco en iniciarme en los misterios de los speakeasies los bares clandestinos, hasta tal punto que me encontré nuevamente sin empleo. Después de pasar algún tiempo buscando un nuevo trabajo,
descubrí que mis experiencias en el extranjero me servirían de ayuda para conseguir un trabajo en Sudamérica. Así que, con renovadas esperanzas, resuelto a mantenerme alejado para siempre de la bebida, me embarqué para los trópicos.
La compañía que me había contratado no pudo tolerar más de un año mi forma de beber sin tregua y mis borracheras cada vez más largas y desenfrenadas. Acabaron poniéndome en un barco de regreso a Nueva York.
Esta vez estaba seguro de haber terminado con la bebida. Prometí a mi familia que contribuyó a soste nerme mientras buscaba empleo que nunca volvería a tomar un trago en toda mi vida.
Y se lo dije con toda sinceridad. Pero, ¡ay!, fue todo en vano.
Tras perder varios empleos en la ciudad de Nueva York y alrededores y no es necesario decirles por qué, estaba seguro de que el único remedio que me quedaba
para dejar de beber era un cambio de aires. Con la ayuda de mis sufridos y muy pacientes amigos, acabé convenciendo a una compañía petrolera de que yo
podría serles de utilidad en los yacimientos de petróleo de Maracaibo.
Pero fue una repetición de lo de siempre.
Me encontré de nuevo en los Estados Unidos. Logré mantenerme sobrio una buena temporada, el tiempo suficiente como para establecer una relación con la
compañía que me emplea actualmente.
Durante esa época conocí a la muchacha que ahora es mi mujer. Por fin supe lo que era el auténtico amor. Estaba enamorado.
Haría lo que fuera por ella. Sí, incluso dejaría de beber. Nunca haría nada que pudiera tener el más mínimo efecto negativo en la felicidad que ahora
había en mi vida.
Se acabaron mis preocupaciones; todos mis problemas se resolvieron. Yo ya había pasado mis locuras de juventud y ahora iba a sentar cabeza y a ser un buen
marido y a vivir una vida normal y feliz.
Así que nos casamos.
Fortalecido por mi felicidad recién encontrada, logré abstenerme de la bebida unos seis meses. Entonces, en una fiesta de Año Nuevo que dimos en nuestra
casa, me lancé a una larga borrachera. Lo que más se me quedó grabado en la mente de ese episodio fue lo seria y sinceramente que después prometí a
mi esposa que esa vez, sin la menor duda, dejaría de beber y, otra vez, se lo dije con toda sinceridad.
Todos los intentos que hicimos y mi mujer me ayudaba en cada nuevo experimento lo mejor que podía acabaron fracasando, y cada vez para nuestra mayor
desesperación.
El próximo paso fue consultar con médicos, una serie de médicos, con períodos ocasionales de hospitalización. Recuerdo a un médico que creía que un trata
miento de 72 inyecciones, tres a la semana, después de pasar dos semanas en un hospital privado, serviría para suplir cierta deficiencia en mi sistema y
esto me posibilitaría dejar de beber. La noche después de la inyección número setenta y dos me emborraché hasta quedarme paralizado;
un par de días más tarde, logré persuadir a quienes querían internarme en el hospital municipal de que no lo hicieran.
Mis sufridos empleadores tuvieron conmigo una larga charla y me dijeron que estaban dispuestos a dar-me una última oportunidad,
solo porque durante mis cortos períodos de sobriedad yo les había mostrado que era capaz de hacer un buen trabajo.
Me di cuenta de que me lo dijeron con toda sinceridad y no me iban a dar otra oportunidad.
Sabía también que mi esposa no podría aguantarlo mucho más tiempo.
Por algún que otro motivo, me sentía como si me hubieran engañado, que, aunque me encontraba bien físicamente, realmente no me habían curado en el hospital.
Así que lo hablé con mi esposa, quien me dijo que debería de haber algo que pudiera ayudarme. Me convenció de volver al hospital y consultar con el doctor,
y, gracias a Dios, lo hice.
Él me dijo que se había hecho por mí todo lo médicamente posible, pero hasta que yo no decidiera dejar de beber, estaba condenado a fracasar.
“Pero doctor le dije, he decidido una y otra vez dejar de beber, y cada vez con toda sinceridad; no obstante, cada vez recaí y la situación empeoró cada vez más”.
El médico se sonrió y me dijo: “Sí, sí. Ya he oído esa historia centenares de veces. Nunca tomaste seriamente una decisión; solo hiciste declaraciones.
Tienes que decidir. Y si realmente quieres dejar de beber, yo conozco a algunos hombres que te pueden ayudar. ¿Te gustaría conocerlos?”.
¿Se negaría a ser salvado un hombre condenado?
¡Por supuesto que quería conocerlos! Me sentía tan aterrorizado y desesperado que estaba dispuesto a probar lo que fuera. Así conocí a la gente de
Alcohólicos Anónimos, quienes resultaron ser mi salvación.
La primera cosa que me contó Bill fue su propia historia que en muchos aspectos era paralela a la mía, y luego me dijo que llevaba tres años sin meterse
en líos. Se veía claramente que era un hombre supremamente feliz; que conocía una felicidad y tranquilidad del tipo que durante años me había llenado de
envidia. Lo que me dijo me pareció sensato; porque yo sabía que todos los posibles remedios que yo, mi esposa, mi familia y mis amigos habíamos probado
habían fracasado. Siempre había creído en Dios, aunque no iba asiduamente a la iglesia. Muchas veces le había rezado a Dios para que me hiciera las cosas
que yo quería, pero nunca se me había ocurrido la posibilidad de que Él, en su infinita sabiduría, sabía mejor que yo lo que yo debería tener, ser y hacer,
y que si simplemente dejaba en sus manos la decisión, me encontraría en el buen camino.
Al terminar nuestra primera entrevista, Bill me sugirió que me pusiera a pensar en lo que me había dicho y que, si estaba interesado,
volviera a verlo en unos días. Dándome plena cuenta de la total inutilidad de mis intentos en el pasado, y de que cualquier demora podría ser peligrosa,
volví a verlo al día siguiente.
Al principio, la idea me parecía un disparate; pero ya que todo lo demás parecía ofrecer muy poca esperanza, y ya que les había dado resultados a estos
hombres que habían pasado por el mismo infierno que yo, estaba dispuesto por lo menos a probarlo.
Para mi sorpresa total, cuando probé su método con la debida seriedad, no solamente me dio resultados, sino que era tan asombrosamente fácil y simple,
que les dije: “¿Dónde han estado ustedes durante todo este tiempo?”.
Eso fue en febrero de 1937, y la vida cobró un nuevo significado. Mi esposa estaba radiante de felicidad. Todos los problemas que habíamos tenido,
toda la tensión, la preocupación, la confusión, los días y noches agitados que habían afligido nuestra vida a causa de mi forma de beber,
desaparecieron. Había paz. Había verdadero amor. Había amabilidad y consideración. Había todo lo que contribuye a una convivencia normal y feliz.
Naturalmente, mis empleadores, igual que los autores de estas historias, tienen que permanecer anónimos. Pero sería muy desconsiderado si no aprovechara
esta oportunidad para reconocer lo que hicieron por mí. No me despidieron, me dieron multitud de oportunidades supongo que con la esperanza de que algún
día yo encontraría la solución, aunque ellos mismos no sabían cuál podría ser; pero ahora sí lo saben.
Hubo un cambio inmenso en mi trabajo, en mi relación con mis empleadores y con mis colegas y en mi trato con los clientes.
Por disparatada que me pareciera la idea cuando me la propusieron aquellos hombres a quienes les había dado resultados,
Dios no tardó en entrar directamente en mi trabajo cuando se lo permití, tal como había entrado en otras actividades de mi vida.
Con ese lubricante las ruedas iban rodando cada vez más suavemente y parecía que todo estaba funcionando mucho mejor que antes.
El ascenso que tanto había deseado antes sin merecérmelo, me lo dieron. Y pronto me dieron otro; más confianza, más seguridad, más responsabilidad y,
finalmente, un puesto ejecutivo en la misma compañía que tan generosamente me había mantenido en un puesto inferior durante mi carrera de borracho.
Esto no es motivo de broma. Ven a mi casa para ver la felicidad que reina allí. Ven a mi oficina: es un bullicioso centro de alegre actividad humana.
En todo aspecto y faceta de mi vida hay regocijo y felicidad, un sentimiento de ser de utilidad en el orden del universo, donde antes solo había temor,
tristeza y total futilidad.