EL CICLO VICIOSO
Cómo acabó quebrantando la obstinación de este vendedor sureño y lo puso
en camino de fundar A. A. en Philadelphia.
El 8 de enero de 1938, ese fue mi Día-D; el lugar, Washington, D.C.
Ese último viaje en carrusel empezó el día antes de Navidad y en esos 14 días
yo había logrado mucho. Primero mi nueva esposa me abandono llevando
consigo las maletas y los muebles; luego el dueño de mi apartamento me echó
del apartamento vacío; y para colmo perdí otro empleo. Después de pasar un
par de días en varios hoteles de un dólar al día y una noche en la cárcel,
acabé en el portal de la casa de mi madre, temblando violentamente, con una
barba de tres días y, como costumbre, sin dinero. Muchas cosas parecidas me
habían sucedido varias veces en el pasado; pero en esta ocasión pasaron todas
a la misma vez.
Allí me encontraba a la edad de 39 años, un desastre total. Nada había salido
bien. Mi madre aceptó alojarme sólo a condición de estar encerrado bajo
llave en un pequeño almacén después de haberle dado a ella mis zapatos y mi
ropa. Ya habíamos jugado este juego. Jackie me encontró así, en paños
menores, tumbado en un catre, temblando, empapado de un sudor frío, con el
corazón latiéndome con fuerza, y con hormigueo por todo el cuerpo. De
alguna manera, siempre me las arreglaba para evitar los delirium tremens.
Tengo graves dudas de que hubiera llegado a pedir ayuda si no hubiera sido
por Fitz, un viejo compañero de la escuela, quien convenció a Jackie de que
me visitara. Si hubiera llegado dos o tres días más tarde, creo que lo habría
echado a la calle, pero apareció cuando yo estaba abierto a cualquier cosa.
Jackie se presentó alrededor de las siete de la tarde y hablamos hasta las tres
de la mañana. No me acuerdo mucho de lo que dijo pero me di cuenta de que
tenía enfrente de mí a alguien exactamente como yo; él había pasado tiempo
en los mismos manicomios y la cárceles, había conocido la misma pérdida de
trabajos, las frustraciones, el mismo aburrimiento y la misma soledad. Tal vez
hubiera conocido todo esto mejor y con mayor frecuencia que yo. No obstante
estaba feliz, relajado, seguro de sí mismo y riéndose. Aquella noche por
primera vez en mi vida, admití sin rodeos lo solo que me sentía Jackie me
habló acerca de un grupo de personas en Nueva York, al que pertenecía mi
viejo amigo Fitz, que tenían el mismo problema que yo y que, trabajando
juntos para ayudarse unos a otros, ya no bebían y se sentían felices como él
mismo. Dijo algo acerca de Dios o algún Poder Superior, pero yo le hice poco
caso, todo eso no me interesaba nada. Del resto de la conversación, poco se me
quedó en la memoria, pero sé que dormí el resto de aquella noche, y antes
nunca había podido pasar una noche entera durmiendo.
Esa fue mi introducción a esta "Comunidad comprensiva," a la que un año
más tarde se pondría el nombre de Alcohólicos Anónimos. Todos los que somos
miembros de A.A. conocemos la tremenda alegría que hay en nuestra
sobriedad; pero también hay tragedias. La historia de mi padrino, Jackie, era
una de éstas. Atrajo a muchos de nuestros pioneros, pero él mismo no logró
mantenerse sobrio y murió de alcoholismo. La lección que aprendí por su
muerte queda grabada en mi memoria; no obstante, muchas veces me
pregunto qué hubiera pasado si otra persona hubiera venido a hacerme
aquella primera visita. Así que siempre digo que mientras tenga presente ese
día 8 de enero me mantendré sobrio.
La pregunta perenne en A.A. es qué fue primero: la neurosis o el alcoholismo.
Me gusta creer que yo era una persona bastante normal antes de que el alcohol
se apoderara de mí. Pasé los primeros años de mi vida en Baltimore, donde mi
padre era médico y comerciante en cereales. Mi familia era de posición
acomodada y aunque mis padres bebían, a veces demasiado, no eran
alcohólicos. Mi padre era una persona muy bien integrada y a pesar de que mi
madre era algo nerviosa y un poco egoísta y exigente, nuestra vida familiar era
bastante armoniosa. Éramos cuatro hijos; dos de mis hermanos se convirtieron
en alcohólicos y uno murió de alcoholismo, pero mi hermana nunca se ha
tomado un trago en su vida.
Asistí a las escuelas públicas hasta la edad de 13 años sin tener que repetir
ningún curso y con calificaciones medias. No he dado muestras de ningún
talento especial, ni he tenido ambiciones frustrantes. A los 13 años me
enviaron a un prestigioso internado protestante en Virginia, donde estudié
cuatro años y me gradué sin honores especiales. Era miembro del equipo de
tenis y de atletismo me llevaba bien con los muchachos y tenía un amplio
círculo de amistades, pero ningún amigo íntimo. Nunca añoré mi hogar y
siempre era bastante autosuficiente.
No obstante, en este lugar di mi primer paso hacia el alcoholismo al empezar a
sentir una tremenda aversión por todas las iglesias y religiones establecidas. En
esta escuela había lecturas de la Biblia antes de las comidas, y los domingos se
celebraban cuatro servicios, y me puse tan rebelde que juraba que nunca me
uniría o asistiría a ninguna iglesia, excepto en bodas y funerales.
A los 17 años me matriculé en la universidad, para contentar a mi padre que
quería que estudiara medicina como él. Allí me tomé mi primer trago y lo
recuerdo todavía, porque cada "primer" trago que tome después de éste tenía
exactamente el mismo efecto: podía sentirl o pasar por todas partes de mi
cuerpo hasta los dedos de los pies.
Pero cada trago después del primero parecía tener menos efecto y después de tres o
cuatro todos eran como agua. Nunca fui un borracho gracioso; cuanto más bebía más
silencioso estaba, y cuanto más borracho estaba, más luchaba por mantenerme
sobrio. Así que está claro que nunca me divertí bebiendo. Siempre parecía el más
sobrio del grupo y de pronto era el más borracho. Incluso aquella primera noche tuve
una laguna mental, lo que me lleva a creer que era alcohólico desde el primer trago.
Mi primer año de universidad, apenas aprobé mis cursos. Me especialicé en póker y
en beber. No quise unirme a ninguna fraternidad estudiantil, ya que quería ir por la
libre y aquel primer año me limitaba a borracheras de un día una o dos veces a la
semana. El segundo año sólo bebía los fines de semana, pero casi me expulsaron por
fracasar en mis estudios.
En la primavera de 1917 para evitar que me echaran de la universidad, me volví
"patriótico" y me alisté en el ejército. Soy uno de los que salieron del ejército con un
rango inferior al que tenía al entrar. Había asistido el verano anterior al campamento
de entrenamiento para oficiales y por ello entré con el rango de sargento pero salí con
el rango de soldado raso, y uno tiene que ser una persona bastante rara para hacer
eso. En los dos años siguientes fregué más sartenes v pelé más papas que ningún otro
recluta. En el ejército me convertí en alcohólico periódico: los períodos ocurrían
cuando podía crearme la oportunidad. No obstante, me las arreglé para evitar el
calabozo. Mi última borrachera en el ejército duró desde el 5 hasta el 11 de
noviembre de 1918. El día 5 nos enteramos por la radio de que al día siguiente se iba
a firmar el armisticio (una noticia prematura) así que me tomé un par de coñacs para
celebrar; luego me subí a un camión y me fui sin permiso. Recuperé el conocimiento
en Bar-le-Duc, a muchas millas de la base. Era el 11 de noviembre y las campanas
estaban repicando y las sirenas estaban sonando por ser el día real del armisticio. Allí
estaba yo, sin afeitar, con las ropas rasgadas y sucias sin ningún recuerdo de haber
deambulado por toda Francia; y no obstante era un héroe para los franceses. De
regreso a la base, me lo perdonaron todo por ser el fin de la guerra; pero a la luz de lo
que he aprendido desde entonces, sé que era un alcohólico empedernido a la edad de
19 años.
Terminada la guerra y de regreso en Baltimore con mi familia, me dedique a varios
trabajos durante los tres años siguientes, y luego conseguí un puesto como agente de
ventas, uno de los diez primeros empleados de una nueva compañía nacional de
finanzas. ¡Qué oportunidad perdí! Esta compañía ahora tiene un volumen de ventas
anual de más de tres mil millones de dólares. Tres años más tarde, a la edad de 25
años, abrí su sucursal en Philadelphia y estaba ganando más dinero de lo que he
ganado desde entonces. Yo era sin duda el niño mimado, pero pasados dos años me
pusieron en la lista negra por borracho irresponsable. No se tarda mucho en llegar al
fondo.
Mi siguiente empleo fue en promoción de ventas para una compañía petrolera de
Mississippi en la que tuve un rápido ascenso y recibí muchas palmaditas en la
espalda. Luego, en un corto período de tiempo, destrocé dos automóviles de la
compañía y ¡zas! me despidieron. Por extraño que parezca, el pez gordo que me
despidió fue uno de los primeros hombres con quien me tropecé cuando me uní más
tarde al grupo de A. A. de Nueva York. Él también tuvo que pasar por grandes
penalidades y llevaba dos años sin beber cuando lo volví a ver.
Después de perder el trabajo con la compañía petrolera, volví a Baltimore a vivir con
mi madre, ya que mi primera esposa me había dicho adiós para siempre. Luego tuve
un trabajo en ventas con una compañía nacional de fabricación de neumáticos.
Reestructuré la política de ventas en la ciudad y, dieciocho meses más tarde, cuando
tenía 30 años, me ofrecieron la gerencia de la sucursal. Como parte de este ascenso,
me enviaron a su convención nacional en Atlantic City para contarles a los ejecutivos
cómo lo había hecho. En aquella época me limitaba a beber los fines de semana, pero
ya hacía un mes que no me había tomado nada. Llegado a mi habitación del hotel vi
un anuncio debajo de un vaso que había en el escritorio que decía: “Esta
absolutamente prohibido beber en esta convención," firmado por el presidente de la
compañía. Eso fue el colmo. ¿Quién, yo? ¿El personaje importante? ¿El único
vendedor invitado a hablar en la convención? ¿El hombre que el lunes iba a asumir el
mando de una de las sucursales más grandes? Les iba a enseñar quién manda aquí,
Nadie de esa compañía me volvió a ver. Diez días más tarde telegrafié mi dimisión.
Mientras las cosas presentaran dificultades y el trabajo fuera exigente, yo siempre
podía arreglármelas para controlar la situación, pero en cuanto captaba el truco,
lograba dominar el asunto y el jefe me daba una palmadita en la espalda, estaba
perdido. Los trabajos rutinarios me resultaban aburridos; por otro lado aceptaba los
más complicados que podía encontrar y trabajaba día y noche hasta tenerlo bajo
control; luego se convertía en algo tedioso, y yo perdía todo el interés en hacerlo.
Nunca me preocupaba por los trabajos de seguimiento e invariablemente me
premiaba a mí mismo por mis esfuerzos con aquel "primer" trago.
Después del trabajo con la compañía de neumáticos, llegó la década de los 30, la
depresión y la cuesta abajo. En los ocho años antes de que A.A. me encontrara tuve
más de cuarenta trabajos, de vendedor y viajante, uno tras otro, y siempre la misma
rutina. Trabajaba como un loco durante tres o cuatro semanas sin tomarme un solo
trago; ahorraba dinero; pagaba algunas facturas y luego me "premiaba" a mí mismo
con alcohol. Entonces volvía de nuevo a la ruina, me escondía en hoteles baratos por
todo el país, pasaba alguna que otra noche en la cárcel, aquí o allá, y siempre tenía ese
horrible sentimiento: "Qué más da, no hay nada que merezca la pena." Cada vez que
sufría una laguna mental, y eso me pasaba cada vez que bebía, me sobrevenía aquel
temor que me atormentaba: "¿Qué habré hecho esta vez?" En una ocasión lo supe.
Muchos alcohólicos saben que pueden ir con la botella a un cine barato y beber,
dormir, despertarse y volver a beber en la oscuridad. Fui a uno de esos cines una
mañana con mi botella y al salir por la tarde, de camino a casa compré un periódico.
Imagínense mi sorpresa al leer en la primera página que aquel día, alrededor del
mediodía, me habían sacado del cine inconsciente y me habían llevado en ambulancia
al hospital, me habían hecho un lavado de estómago y luego me dejaron ir.
Evidentemente volví en seguida al cine con una botella, me quedé allí varias horas y
luego me fui a casa sin acordarme de lo que había pasado.
Es imposible describir el estado mental del alcohólico enfermo. No me sentía
resentido con nadie en particular; el mundo entero estaba equivocado. Mis ideas
iban dando vueltas: ¿De qué se trata todo esto? La gente tiene sus guerras; se matan
unos a otros; luchan ferozmente por conseguir el éxito y ¿qué sacan de esto? ¿No he
tenido yo éxito? ¿No he logrado cosas extraordinarias en el mundo de los negocios?
¿Qué saco yo de todo eso? Todo anda mal y no me importa nada. Durante los
últimos años de mi carrera de bebedor, rezaba durante cada borrachera para no
despertarme nunca. Tres meses antes de conocer Jackie, hice mi segundo pobre
intento de suicidarme. Esa fue la historia que me llevó a estar dispuesto a escuchar
aquel 8 de enero. Después de pasar dos semanas sin beber, pegado a Jackie, me di
cuenta de que me había convertido en padrino de mi padrino, porque de pronto él se
emborrachó. Me asombró enterarme de que él solo llevaba un mes sin beber cuando
me pasó el mensaje. Pero hice una llamada de socorro al grupo de Nueva York, a
quienes aún no había conocido, y me sugirieron que fuéramos los dos. Fuimos al día
siguiente y qué experiencia fue. Tuve una auténtica oportunidad de verme a mí
mismo desde el punto de vista del no bebedor. Fuimos a la casa de Hank, el hombre
que me había despedido once años antes en Mississippi y allí conocí a Bill, nuestro
fundador. Bill llevaba tres años sobrio y Hank, dos. Los consideraba en aquel
entonces un par de chiflados porque no sólo iban a salvar a todos los borrachos del
mudo sino también a toda la gente normal. Ese primer fin de semana hablaban
únicamente de Dios y cómo iban a arreglar la vida de Jackie y la mía. En aquellos días
solíamos hacer los inventarios de nuestros compañeros rigurosa y frecuentemente. A
pesar de todo esto, me gustaban estos nuevos amigos porque eran como yo. Todos
habían sido personajes periódicos que habían metido la pata repetidamente en los
momentos más inoportunos, y sabían, como yo, dividir un fósforo de cartón en tres
fósforos separados. (Es muy útil saber hacerlo en lugares donde se prohíben los
fósforos.) Ellos también habían ido en tren a un pueblo lejano sólo para despertarse
en otro a cientos de millas de distancia en la dirección opuesta sin saber nunca cómo
llegaron allí. Parecía que teníamos en común los mismos viejos hábitos. Durante ese
primer fin de semana, decidí quedarme en Nueva York y aceptar todo lo que me
ofrecían con excepción de "todo eso de Dios." Yo sabía que ellos tenían que enderezar
sus ideas y sus costumbres; pero, yo estaba bien, solamente bebía demasiado. Con
unos dólares para empezar y un pequeño empuje, pronto volvería a triunfar. Llevaba
tres semanas sin beber, ya había limado las asperezas, y por mí mismo había
conseguido que mi padrino lograra su sobriedad.
Bill y Hank acababan de tomar posesión de una pequeña fábrica de cera para
automóviles y me ofrecieron un trabajo: diez dólares a la semana y pensión completa
en la casa de Hank. Estábamos a punto de llevar a la quiebra a Dupont.
En aquel entonces, el grupo de Nueva York estaba compuesto de unos doce hombres
que trabajábamos de acuerdo al principio de sálvese quien pueda; no teníamos
ninguna fórmula, ni siquiera un nombre. Seguíamos durante un tiempo las ideas de
un hombre hasta decidir que estaba equivocado y luego cambiábamos de método
siguiendo el ejemplo de otro. No obstante lográbamos mantenernos sobrios mientras
permanecíamos unidos y seguíamos hablando. Había una reunión cada semana en la
casa de Bill en Brooklyn, y todos nos íbamos turnando para jactarnos de haber
transformado nuestras vidas de la noche a la mañana, y de la cantidad de borrachos
que habíamos salvado y enderezado y, por último pero no por ello menos importante,
para alardear del hecho de que Dios nos había tocado personalmente a cada uno de
nosotros. ¡Qué cuadrilla de idealistas confundidos! Sin embargo todos abrigábamos
un solo propósito sincero en lo más profundo de nuestros corazones: el de no beber.
Durante los primeros meses en nuestra reunión semanal yo era un peligro patente
para la serenidad, porque aprovechaba toda oportunidad para arremeter contra ese
"aspecto espiritual", según lo llamábamos, o cualquier otra cosa que tuviera el más
leve olor a teología. Más tarde descubrí que los ancianos habían estado celebrando
muchas reuniones rezando para encontrar una solución que les permitiera echarme a
la calle y al mismo tiempo seguir siendo tolerantes y espirituales. No parecía que sus
súplicas hubieran tenido una respuesta porque allí estaba yo sobrio y vendiendo
cantidad de cera para automóviles, de lo que ellos estaban realizando un beneficio del
mil por ciento. Así que seguí avanzando feliz e independiente por mi propio camino
hasta junio, cuando me fui de viaje para vender cera de automóviles por Nueva
Inglaterra. Al final de una buena semana de ventas, dos clientes me invitaron a
almorzar el sábado. Pedimos bocadillos y un hombre dijo “y tres cervezas." No puse
ninguna objeción. Terminadas estas otro hombre dijo "tres cervezas" y no puse
objeción. Luego me tocó a mí pedir “tres cervezas"; pero esta vez fue diferente;
había hecho una inversión de capital de 30 centavos lo cual, con un sueldo de diez
dólares a la semana, representaba una cantidad importante. Por ello me bebí las tres
cervezas, una tras otra y les dije a mis clientes, "nos veremos, muchachos," y me fui a
la tienda a la vuelta de la esquina para comprarme una botella, y no los volví a ver
nunca más.
Me había olvidado completamente de ese día 8 de enero cuando encontré la
Comunidad, y pasé los cuatro días siguientes vagando medio borracho por Nueva
Inglaterra, es decir no podía emborracharme ni desembriagarme. Intenté ponerme
en contacto con los muchachos, de Nueva York, pero me devolvieron los telegramas
y cuando por fin logre contactar con Hank por teléfono, me despidió
inmediatamente. En esa coyuntura me puse por primera vez a mirarme
sinceramente a mí mismo. Me sentía más solo que nunca, porque incluso mis
compañeros, gente como yo, se habían alejado de mí. Esta vez me dolió de verdad
más que cualquier resaca que hubiera tenido. Se desvaneció mi brillante
agnosticismo, porque vi por primera vez que los que realmente tenían fe, o por lo
menos estaban intentando seriamente encontrar un Poder superior a ellos mismos,
estaban más serenos y contentos de lo que yo había estado nunca, y parecían
conocer un grado de felicidad que yo no había conocido nunca.
Unos pocos días más tarde, después de vender lo que me quedaba de cera para cubrir
los gastos, llegué a Nueva York arrastrándome y con la lección bien aprendida.
Cuando mis compañeros vieron la transformación de mi actitud, me volvieron a
aceptar; pero por mi propio bien, tuvieron que ser duros conmigo; si no lo hubieran
hecho así, no creo que me hubiera quedado. Nuevamente me veía enfrentado al
desafío de un trabajo difícil, pero esta vez estaba decidido a seguir adelante. Durante
mucho tiempo el único Poder Superior que yo podía reconocer era el poder del
grupo; pero esto era mucho más de lo que yo había podido hacer antes, y era por lo
menos un comienzo. También era un fin, porque desde el 16 de junio de 1938, no he
tenido que andar solo nunca.
En ese entonces, se estaba redactando nuestro Libro Grande y todo estaba
volviéndose más sencillo; teníamos una fórmula bien definida y todos estábamos de
acuerdo en que este método era el término medio para todos los alcohólicos que
deseaban la sobriedad. Esta fórmula no ha cambiado nada a lo largo de los años. No
creo que los muchachos estuvieran perfectamente convencidos de la autenticidad de
mi cambio de personalidad, porque no quisieron publicar mi historia en el libro, así
que mi única colaboración en sus trabajos literarios fue mi firme creencia —por ser
todavía un rebelde teológico— de que se debería matizar la palabra Dios añadiendo la
frase "según nosotros Lo concebimos" porque a mí no me era posible aceptar la
espiritualidad de otra manera.
Después de publicar el libro, todos nos encontrábamos muy atareados intentando
salvar a todo el mundo; pero de hecho yo me mantenía al margen de A.A. Aunque
asistía a las reuniones y estaba de acuerdo con todo lo que se hacía allí, nunca acepté
un puesto de liderazgo activo hasta febrero de 1940. En esas fechas conseguí un buen
puesto de trabajo en Philadelphia y pronto me di cuenta de que si quería seguir
manteniéndome sobrio, tendría que tener algunos alcohólicos alrededor mío. Y así me
encontré en un nuevo grupo.
Cuando me puse a decirles a los muchachos cómo lo hacíamos en Nueva York y a
hablarles detalladamente sobre el aspecto espiritual del programa, descubrí que no
me iban a creer a no ser que predicara con el ejemplo. Y luego me di cuenta de que
mientras iba aceptando la transformación espiritual o de personalidad, me iba
sintiendo cada vez más sereno. Al decirles a los principiantes cómo podrían cambiar
sus vidas y sus actitudes me veía a mí mismo cambiando un poco. Yo había sido
demasiado autosuficiente para hacer un inventario moral, pero descubrí que al
indicarle al recién llegado sus malas actitudes y acciones, estaba efectivamente
haciendo mi propio inventario moral, y si esperaba que él fuera a cambiar, yo tendría
que hacer algo para efectuar un cambio en mí mismo. Este proceso de cambiar ha
sido para mi largo y lento, pero durante estos últimos años los dividendos han sido
tremendos.
En el mes de junio de 1945, acompañado de otro miembro, fui a hacer mi primera y
única visita de Paso Doce a una mujer alcohólica, y pasado un año me casé con ella.
Se ha mantenido sobria ininterrumpidamente desde entonces, y esto ha sido muy
bueno para mí.
Podemos ser partícipes en las risas y las lágrimas de nuestros muchos amigos; y, lo
más importante, podemos compartir nuestra manera de vida de A.A. y se nos ofrece
cada día una oportunidad de ayudar a otras personas.
Pa ra concluir, sólo puedo decir que sea cual sea el desarrollo o la comprensión que
yo haya conocido y experimentado, no tengo ningún deseo de graduarme. Muy rara
vez he faltado a las reuniones del grupo de A.A. de mi barrio y, como promedio, asisto
a dos reuniones a la semana por lo menos. He servido solamente en un comité durante
los ú lti m os nueve años, porque creo que tuve mis oportunidades de hacerlo durante
mis primeros años y ahora les corresponde a los recién llegados cubrir estos puestos.
Ellos son mucho más despabilados y progresistas que éramos nosotros, los
fundadores, y el futuro de nuestra comunidad está en sus manos. Ahora vivimos en el
oeste del país y nos consideramos afortunados de poder contar con la Comunidad de
nuestra área: buena, sencilla y amigable; y nuestro único deseo es seguir participando
en A.A. y contribuyendo. Nuestro lema predilecto es: “Tómalo con calma.”
Y sigo creyendo que mientras tenga presente aquel día 8 de enero en Washington, con
la gracia de Dios, según lo concibo yo, me mantendré felizmente sobrio