003.-LAS MUJERES TAMBIEN SUFREN.mp3
03 June 2023

003.-LAS MUJERES TAMBIEN SUFREN.mp3

DE LAS TINIEBLAS A LA LUZ
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LAS MUJERES TAMBIEN SUFREN
A pesar de tener grandes oportunidades, el alcohol casi terminó con su vida. Pionera en A. A.,
difundió la palabra entre las mujeres de nuestra etapa primera.
¿Qué estaba diciendo?... De lejos, como en un delirio, oí mi propia voz
llamando a alguien, "Dorotea", hablando de tiendas de ropa de
trabajos... las palabras se fueron haciendo más claras... el sonido de mi
propia voz me asustaba al irse acercando... y de repente allí estaba,
hablando no sé de qué, con alguien a quien no había visto nunca antes
de aquel momento. De golpe, paré de hablar.
¿Dónde me encontraba?
Había despertado antes en habitaciones extrañas, completamente
vestida sobre una cama o un sofá; había despertado en mi propia
habitación, dentro o sobre mi propia cama, sin saber qué hora del día
era, con miedo a preguntar... pero esto era diferente. Esta vez parecía
estar ya despierta, sentada derecha en una silla grande y cómoda, en
medio de una animada conversación con una mujer que no parecía
extrañarse de la situación. Ella estaba charlando comoda y
agradablemente.
Aterrorizada, miré a mí alrededor. Estaba en una habitación grande,
o s c u r a y amueblada de una manera bastante pobre la sala de estar de
un apartamento en el sótano de la casa. Escalofríos empezaron a recorrer mi
espalda; me empezaron a castañear los dientes; mis manos empezaron a
temblar y las metí debajo de mí para evitar que salieran volando. Mi miedo
era real, pero no era el responsable de esas violentas reacciones. Yo sabía muy
bien lo que eran, un trago lo arreglaría todo. Debía de haber pasado mucho
tiempo desde mi última copa, pero no me atrevía a pedirle una a esta extraña.
Tengo que salir de aquí. De cualquier forma, tengo que salir de aquí antes de
que se descubra mi abismal ignorancia de cómo llegué aquí, y ella se dé cuenta
de que yo estoy totalmente loca. Estaba loca, debía de estarlo.
Los temblores empeoraron y yo miré mi reloj, las seis en punto. La última vez
que recuerdo mirar la hora era la una. Había estado sentada cómodamente en
un restaurante con Rita, bebiendo mi sexto Martini y esperando que el
camarero se olvidara de nuestra comida o por lo menos, lo suficiente como
para tomarme un par de ellos más. Me había tomado sólo dos con ella, pero
había conseguido tomarme cuatro en los quince minutos que la estuve
esperando, y, naturalmente, los incontados tragos de la botella según me
levantaba dolorosamente y me vestía de manera lenta y espasmódica. De
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hecho, a la una me encontraba muy bien, sin sentir dolor alguno. ¿Qué podía
haber pasado? Aquello ocurrió en el centro de Nueva York, en la ruidosa calle
42... Esto era obviamente una tranquila zona residencial. ¿Por qué me había
traído aquí Dorotea? ¿Quién era esta mujer? ¿Cómo la había conocido? No
tenía respuestas y no osaba preguntar. Ella no daba señal de que nada
estuviera mal. Pero, ¿qué había estado haciendo en esas cinco horas perdidas?
Mi cerebro daba vueltas. Podía haber hecho cosas terribles. ¡Y ni siquiera lo
sabía!
De alguna forma, salí de allí y caminé cinco manzanas. No había ningún bar a
la vista, pero encontré la estación del Metro. El nombre no me era familiar y
tuve que preguntar por la línea de Grand Central. Me llevó tres cuartos de
hora y dos trasbordos llegar allí, de vuelta en mi punto de partida. Había
estado en las remotas zonas de Brooklyn.
Esa noche me puse muy borracha, lo cual era normal, pero recordé todo lo que
era muy extraño. Me acordé de estar en lo que, mi hermana me aseguró, era
mi proceso de todas las noches, de tratar de buscar el nombre de Willie
Seabrook en la guía de teléfonos. Rememoré mi firme decisión de encontrarle
y pedirle que me ayudara a entrar en esa “casa de recuperación", de la que
había escrito. Recordé que aseguraba que iba a hacer algo al respecto, que no
podía seguir...
Traje a la memoria el haber mirado con ansia a la ventana como una solución
más fácil, y me estremecía con el recuerdo de esa otra ventana, tres años antes,
y los seis agonizantes meses en una sala de un hospital de Londres. Evoque
cuando llenaba de ginebra la botella del agua oxigenada que guardaba en mi armarito
de las medicinas, en caso de que mi hermana descubriera la que escondía debajo
del colchón. Y me acordé del pavoroso horror de aquella interminable noche
en que dormía ratos y me desperté goteando sudor frío y temblando con una
total desesperación, para terminar bebiendo apresuradamente de mi botella y
desmayándome de nuevo. "Estás loca, estás loca, estás loca" martilleaba mi
cerebro en cada rayo de conocimiento, para ahogar el estribillo con un trago.
Todo siguió así hasta que dos meses más tarde aterricé en un hospital y
empezó mi lucha por la vuelta a la normalidad. Había estado así durante más
de un año. Tenía treinta y dos años de edad.
Cuando miro hacia atrás y veo ese horrible último año de constante beber me
pregunto cómo pude sobrevivir tanto física como mentalmente. Había habido,
naturalmente periodos en los que existía una clara comprensión de lo que
había llegado a ser, acompañada por recuerdos de lo que había sido, y de lo
que había esperado ser. El contraste era bastante impresionante. Sentada en
un bar de la Segunda Avenida, aceptando tragos de cualquiera que los
ofreciese, después de gastar lo poco que tenía; o sentada en casa sola, con el
inevitable vaso en la mano, me ponía a recordar y, al hacerlo, bebía más de
prisa, buscando caer rápidamente en el olvido. Era difícil reconciliar este
horroroso presente con los simples hechos del pasado.
Mi familia tenía dinero, nunca había sido privada de ningún deseo material.
Los mejores internados, y una escuela privada de educación social en Europa
me habían preparado para el convencional papel de debutante y joven
matrona. La época en la que crecí (la era de la Prohibición inmortalizada por
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Scott Fitzgerald y John Held, Jr.) me había enseñado a ser alegre con los más
alegres; mis propios deseos internos me llevaron a superarles a todos. El año
después de mi presentación en la sociedad, me casé. Hasta aquel momento,
todo iba bien, de acuerdo al plan indicado, como otros tantos miles. Entonces
la historia empezó a ser la mía propia. Mi marido era alcohólico, yo sólo sentía
desprecio por aquellos que no tenían para la bebida la misma asombrosa
capacidad que yo, el resultado era inevitable. Mi divorcio coincidió con la
bancarrota de mi padre, y me puse a trabajar, deshaciéndome de todo tipo de
lealtades y responsabilidades hacia cualquiera que no fuera yo misma. Para
mí, el trabajo era un medio para llegar al mismo fin, poder hacer aquello que
quisiera.
Los siguientes diez años, hice sólo eso. Buscando más libertad y emoción me
fui a vivir a ultramar. Tenía mi propio negocio, de suficiente éxito como para
permitirme la mayoría de mis deseos. Conocía a toda la gente que quería
conocer. Veía todos los lugares que quería ver. Hacía todas las cosas que
quería hacer, y era cada vez más desgraciada.
Testaruda, obstinada, corría de placer en placer y encontraba que las
compensaciones iban disminuyendo hasta desvanecerse. Las resacas
empezaron a tener proporciones monstruosas, y el trago de la mañana llegó a
ser de urgente necesidad. Las lagunas mentales eran cada vez más frecuentes,
y rara vez me acordaba de cómo había llegado a casa. Cuando mis amigos
insinuaban que estaba bebiendo demasiado, dejaban de ser mis amigos. Iba de
grupo en grupo, de lugar en lugar y seguía bebiendo. Con sigilosa insidia, la
bebida había llegado a ser más importante que cualquier otra cosa. Ya no me
proporcionaba placer, simplemente] aliviaba el dolor; pero debía tenerla. Era
amargamente infeliz. Sin duda había estado demasiado tiempo en el exilio;
debía volver a los Estados Unidos. Lo hice y, para sorpresa mía, mi problema
empeoró.
Cuando ingresé en un hospital psiquiátrico para un tratamiento intensivo,
estaba convencida de que tenía una seria depresión mental.
Qu e ría ayuda y traté de cooperar. Al ir progresando el tratamiento empecé a
formarme una idea más clara de mí misma, y de ese temperamento que me
había causado tantos problemas. Había sido hipersensible, tímida, idealista.
Mi incapacidad para aceptar las duras realidades de la vida me había
convertido en una escéptica ilusionada, revestida de una armadura que me
protegía contra la incomprensión del mundo. Esa armadura se había
convertido en los muros de una prisión, encerrándome en ella con mi miedo y
mi soledad. Todo lo que me quedaba era una voluntad de hierro para vivir mi
propia vida a pesar del mundo exterior. Y allí me encontraba: una mujer
aterrorizada por dentro y desafiante por fuera, que necesitaba
desesperadamente un apoyo para continuar.
El alcohol era ese apoyo, y no veía cómo podía vivir sin él.
Cuando el doctor me decía que no debía beber nunca más, no pude permitirme
creerle. Tenía que insistir en mis intentos por enderezarme tomando los tragos
que necesitara, sin que se volvieran en mi contra. Además, ¿cómo podía él
entender? No era bebedor, no sabía lo que era necesitar un trago, ni lo que un
trago podía hacer por uno en un apuro. Yo quería vivir, no en un desierto,
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sino en un mundo normal. Y mi idea de un mundo normal era estar rodeada
de gente que bebía; los abstemios no estaban incluidos. Estaba segura de que
no podía estar con gente que bebía, sin beber. En esto tenía razón: no me
sentía a gusto con ningún tipo de persona sin estar bebiendo. Nunca lo había
estado.
Naturalmente, a pesar de mis buenas intenciones y de mi vida protegida tras
los muros del hospital, me emborraché varias veces y quedé asombrada y muy
trastornada.
Fue en aquel momento cuando mi doctor me dio el libro Alcohólicos Anónimos
para que lo leyera. Los primeros capítulos fueron una revelación para mí. ¡Yo
no era la única persona en el mundo que se sentía y comportaba de esa
manera! No estaba loca, ni era una depravada; era una persona enferma.
Padecía una enfermedad real que tenía un nombre y unos síntomas, como los
de la diabetes o el cáncer. ¡Y una enfermedad era algo respetable, no un
estigma moral! Pero entonces encontré un obstáculo. No tragaba la religión y
no me gustaba la mención de Dios o de cualquiera de las otras mayúsculas. Si
aquella era la salida, no era para mí. Yo era una intelectual y necesitaba una
respuesta intelectual, no emocional. Así de claro se lo dije a mi doctor. Quería
aprender a valerme por mí misma, no cambiar un apoyo por otro, y mucho
menos por uno tan intangible y dudoso como aquél era. Así continué varias
semanas, abriéndome camino a regañadientes a través del ofensivo libro y
sintiéndome cada vez más desesperada.
Entonces, ocurrió el milagro. ¡A mí! A todo el mundo no le ocurre tan de
repente, pero tuve una crisis personal que me llenó de cólera justificada e
incontenible. Mientras bufaba desesperadamente de la cólera y planeaba una
buena borrachera para enseñarles, mis ojos captaron una frase del libro que
estaba abierto sobre la cama, "No podemos vivir con cólera." Los muros se
derrumbaron y la luz apareció. No estaba atrapada; no estaba desesperada.
Era libre, y no tenía que beber para enseñarles. Esto no era la "religión" ¡era
libertad! Libertad de la cólera y del miedo, libertad para conocer a felicidad y
el amor.
Fui a una reunión para conocer por mí misma al grupo de locos y vagabundos
que habían realizado esta obra. Ir a una reunión de gente era una de esas
cosas que toda mi vida, desde el día en que dejé mi mundo privado de libros y
sueños para encontrarme en el mundo real de la gente, las fiestas y el trabajo,
me había hecho sentir como una intrusa, y para ser parte de ellas necesitaba el
estímulo de la bebida. Me fui temblando a una casa en Brooklyn llena de gente
de mi clase. Hay otro significado de la palabra hebrea que se traduce como
"salvación" en la Biblia, y éste es: "volver a casa". Había encontrado mi
"salvación". Ya no estaba sola.
Aquel fue el principio de una nueva vida, una vida más completa y feliz de lo
que nunca había conocido o creído posible. Había encontrado amigos,
comprensivos que a menudo sabían mejor que yo misma lo que pensaba y
sentía y que no me permitían refugiarme en una prisión de miedo y soledad
por una ofensa o insulto imaginarios.
Comentando las cosas con ellos, grandes torrentes de iluminación mostraban a
mí misma como en realidad era, como ellos. Todos nosotros teníamos en
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común cientos de rasgos característicos, de miedos y fobias, gustos y
aversiones. De repente pude aceptarme a mí mis m a, con defectos y todo,
como yo era, después de todo, ¿no éramos todos así? Y, aceptando, sentí una
nueva paz interior, y la voluntad y la fuerza para enfrentarme a las
características de una personalidad con las que no había podido vivir.
La cosa no paró allí. Ellos sabían qué hacer con esos abismos negros que
bostezaban, listos para tragarme cuando me sentía deprimida o nerviosa.
Había un programa concreto, diseñado para asegurarnos a nosotros, los
evasivos de siempre, la mayor seguridad interior posible.
Según iba poniendo en práctica los Doce Pasos, se iba disolviendo la sensación
de desastre inminente que me había perseguido durante años. ¡Funcionó!
Miembro activo de A.A. desde 1939, al fin me siento un ser útil de la raza
humana. Tengo algo con lo que puedo contribuir a la sociedad, ya que estoy
peculiarmente cualificada, como compañera de fatigas, para prestar ayuda y
consuelo a aquellos que han tropezado y caído en este asunto de enfrentarse
con la vida. Tengo mi mayor sensación de logro al saber que he tomado parte
en la nueva felicidad que han conseguido otros muchos como yo. El hecho de
poder trabajar y ganarme la vida de nuevo, es importante, pero secundario.
Creo que mi fuerza de voluntad, una vez exagerada, ha encontrado su justo
lugar, morque puedo decir muchas veces al día, "Hágase Tu voluntad, no la
mía"... y ser sincera al decirlo