EL ALCOHÓLICO ANÓNIMO NÚMERO TRES Miembro pionero del Grupo N° 1 de Akron, el primer grupo de A. A. en el mundo. Preservó su fe, y por esto, él y otros muchos encontraron una vida nueva. Uno de cinco hijos, nací en una granja en el condado de Carlyle, Kentucky. Mis padres eran gente acomodada y un matrimonio feliz. Mi esposa, oriunda también de Kentucky, me acompañó a Akron, donde terminé mis estudios de Leyes en la Facultad de Derecho de Akron. El mío es en cierto modo un caso inusitado. No hubo episodios de infelicidad durante mi niñez que pudieran explicar mi alcoholismo. Aparentemente, tenía una propensión natural a la bebida. Estaba felizmente casado y, como he dicho, nunca tuve ninguno de los motivos, conscientes o inconscientes, que a menudo se citan para beber. No obstante, como indica mi historial, llegué a convertirme en un caso grave. Antes de que la bebida me derrotara completamente, logré tener algunos éxitos apreciables, habiendo servido como miembro del concejo municipal y administrador financiero de Kenmore, un suburbio que más tarde se incorporó a la ciudad misma. Pero todo esto se fue esfumando según bebía cada vez más. Así que, cuando llegaron Bill y el Dr. Bob, mis fuerzas se habían agotado. La primera vez que me emborraché, tenía ocho años. No fue culpa de mi padre ni de mi madre, quienes se oponían fuertemente a la bebida. Un par de trabajadores estaban limpiando el granero de la finca, y yo les acompañaba montado en el trineo. Mientras ellos cargaban, yo bebía sidra de un barril que había en el granero. Después de dos o tres recorridos, en un viaje de vuelta, perdí el conocimiento y me tuvieron que llevar a casa. Recuerdo que mi padre tenía whisky en la casa con propósitos medicinales y para servir a los invitados, y yo lo bebía cuando no había nadie a mí alrededor y luego añadía agua a la botella para que mis padres no se dieran cuenta. Seguí así hasta que me matriculé en la universidad estatal y, pasados cuatro años, me di cuenta de que era un borracho. Mañana tras mañana me despertaba enfermo y temblando, pero siempre disponía de una botella colocada en la mesa al lado de mi cama. La agarraba, me echaba un trago y, a los pocos minutos, me levantaba, me echaba otro, me afeitaba, desayunaba, me metía en el bolsillo un cuarto de litro de licor y me iba a la universidad. En los intervalos entre mis clases, corría a los servicios, bebía lo suficiente como para calmar mis nervios y me dirigía a la siguiente clase. Eso fue en 1917