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Con frecuencia filtramos la gracia de Dios a través de la red de nuestra propia opinión, y juzgamos y señalamos a los demás con un dedo acusador. Nada parece darnos más satisfacción que ponernos la toga y, desde el estrado, descargar el martillo para emitir la condena que creemos hará justicia. Pero no sólo somos indignos para ser jueces, sino también incompetentes para serlo. No gastemos la vida intentando ser policías de la santidad ajena. El Señor nos ha llamado a aborrecer el mal; pero jamás nos ha llamado a despreciar o condenar al pecador. ¡Un mensaje retador y liberador!