
Aunque el viejo hombre fue crucificado con Cristo, la carne sigue presente en cada creyente. Pablo, en Romanos 7, describe esta realidad sin suavizarla: hay un pecado que mora en nosotros, una naturaleza llamada “sarx” que no es nuestro cuerpo físico, sino una inclinación rebelde que se opone a la ley de Dios. El cuerpo es templo del Espíritu Santo, pero dentro de él habita esta carne que todavía busca satisfacerse.
Dios no crucificó la carne, dejó esa tarea en nuestras manos. Por eso Pablo instruye en Gálatas 5 a andar en el Espíritu para no satisfacer sus deseos, y afirma que los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos. Entender esta diferencia entre el viejo hombre (ya muerto) y la carne (aún activa) es clave para vivir en victoria y no como esclavos de lo que Cristo ya venció.