El escenario es el mar. El protagonista de la aventura es el navegante, figura arquetípica del buscador espiritual. No es un turista, ni un comerciante de rutas. Es alguien que se atreve a soltar amarras, impulsado por un llamado que no siempre sabe explicar. Su travesía lo expone a tormentas, tentaciones y monstruos simbólicos, pero también a descubrimientos profundos, revelaciones y encuentros consigo mismo. Como Ulises, Jasón o Simbad, el navegante atraviesa el mar no solo para llegar a un lugar, sino para transformarse en el camino.
En la tradición iniciática, esta figura aparece una y otra vez: Buda es el Gran Nauta que lleva a los seres a la otra orilla del sufrimiento; Cristo es el timonel de la nave que conduce a los suyos por el mar del mundo; Jano, dios de los comienzos, lleva las llaves de los umbrales y también la barca que cruza entre lo viejo y lo nuevo. La imagen se repite: hay una orilla de origen, una travesía incierta, y una tierra prometida que no es solo geográfica, sino espiritual.