44 - Una lección de siete años
24 September 2022

44 - Una lección de siete años

“Nací” cuando mi hijo murió

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Cuando este libro comenzó, esa necesidad imperiosa de escribir sobre lo que me angustiaba, al final, era siempre como una caricia de reflexión. Pensar y meditar durante siete años sobre todo lo que embargaba mis emociones me ayudó a reconstruirme como ser humano. Entiendo que pasé un difícil proceso de transformación, y hoy puedo agradecer que todo lo aprendido quedó escrito en estas páginas.

Un mediodía, después de almorzar con mi hermano Carlitos para celebrar su cumpleaños 26, en la sobremesa hablamos sobre este libro y me preguntó cuándo me daría cuenta de que el libro había llegado a su final. Lo miré y, tras una pequeña pausa de reflexión, no supe qué responder. Paradójicamente, en ese pequeño silencio encontré la respuesta. “Escribí durante todos estos años apoyándome muchas veces en mis angustias y en mis dudas sin resolver. Toda esta etapa parece haber llegado a su fin, porque hoy no siento la misma necesidad de escribir”, le contesté.

Cuando me di cuenta de que esta etapa de aprendizaje me llevó siete años, comprendí que fue un lapso necesario para mi maduración. Y cuando creí que era un asunto terminado, el número siete resonó en mi cabeza, porque históricamente ha sido un número muy significativo para la humanidad. Por otra parte, quien me motivó para comenzar a escribir se llama AGUSTÍN, y su nombre tiene siete letras.

Comencé a indagar una vez más, y esta vez para que la nueva búsqueda se convierta en el último capítulo del libro que comencé a escribir, pero sin darme cuenta de que lo estaba haciendo. Me pregunté por qué el siete me había llamado la atención.

Leí en muchas oportunidades que se asocia al siete con algo que está completo, terminado. Según el libro de Génesis, en el séptimo día Dios descansó del trabajo de la Creación. Su obra estaba plena y era perfecta.

Siete días tiene la semana y siete colores fundamentales forman el arcoíris: rojo, naranja, amarillo, verde, cian, azul y violeta. El arcoíris completa un ciclo, nos indica que dejó de llover.

El apóstol Pedro preguntó sobre el perdón: ¿Cuántas veces hay que perdonar? y la respuesta se puede encontrar en Mateo 18:22: “No te digo hasta siete, sino hasta setenta veces siete”. En este pasaje, el siete equivale a “siempre”.

El mensajero de Eliseo le dijo a Naamán, jefe del ejército de Siria, cuando enfermó de lepra: “Ve y lávate siete veces en el río Jordán, y tu cuerpo quedará limpio”. En este pasaje del libro 2da. Reyes, el siete se asocia a la pureza.

Cuando Jesús estaba en la cruz, pronunció siete frases antes de terminar el propósito para el que había sido enviado:
• 1) “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”, dijo mientras lo insultaban.
• 2) “Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso”, le dijo al ladrón arrepentido.
• 3) “He ahí tu hijo... he ahí tu madre”, expresó a María y a Juan mientras lo lloraban. A María le daba la tranquilidad de que tendría un hijo en quien sostenerse, y a Juan le pedía que no desamparase a su madre.
• 4) “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, clamó en el momento en que cargó sobre Sí mismo el pecado de toda la humanidad.
• 5) “Tengo sed” dijo, y le dieron un trapo empapado en vinagre.
• 6) “Todo está cumplido”. Lo que sabía que sucedería, finalmente había pasado.
• 7) “Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu”. Su Fe pronunciada como última palabra, en su último aliento.

La canción que hace siete años le escribí a mi hijo comienza con la palabra “siete”. En ese momento jamás hubiera imaginado que este proceso comenzaría con una canción y terminaría con un libro cuyo último capítulo habla de ese número.

Después de siete años puedo agradecer la oportunidad que tuve de atravesar un valioso proceso de aprendizaje. Y aunque siempre seguiré buscando respuestas a situaciones de las que necesite aprender, hoy tengo una certeza: ya no siento angustia. Estoy en paz porque entendí que todo lo que necesito para vivir y ser feliz me rodea cada día.

Y aunque soy solo una persona más entre los más de siete mil millones de habitantes de este mundo, escribí mis vivencias porque, así como aprendo de todo lo que leo, quizás a alguien le sirva lo que aprendí y escribí. Si el mundo de la escritura y la lectura está conectado por la generosidad, no seguir con esa premisa sería interrumpir la cadena.

Aprendemos de todo lo que vemos y escuchamos, pero sobre todo de lo que hacemos. Y en este tiempo, con mi esposa y mis hijos tuvimos la oportunidad de aprender, haciendo todo lo que pudimos para no caer y poder continuar.

Aprendimos que la vida no deja de sorprendernos con momentos, que por muy cortos que sean, pueden llegar a valer más que toda una vida sin propósitos.

En estos siete años entendí que muchas veces nos quejamos de la vida que nos tocó, pero pocas veces nos hacemos responsables de las elecciones que adoptamos. Al final de cuentas, somos el resultado de lo que hacemos.

Aprendí que la vida está llena de distracciones, de múltiples ofertas para malgastar nuestro valioso tiempo, y que lo que más nos enseña son los tiempos difíciles. Robert Browning Hamilton, poeta inglés, escribió y dejó la siguiente enseñanza:

Caminé una milla con el placer.
Él habló todo el camino,
pero nada pude aprender.

Caminé una milla con el dolor.
Él no habló en ningún momento,
pero oh cuántas cosas aprendí
cuando el dolor caminó junto a mí.

Hoy soy un hombre que ama la vida y que valora hasta lo más ínfimo, porque aprendí que de todo lo pequeño surgen las más grandes cosas. Las pirámides de Egipto, por ejemplo, comenzaron con una pequeña piedra. Los grandes hombres de nuestra historia fueron alguna vez niños sin conocimientos. Mis hijos empezaron siendo un embrión. El amor enorme e infinito que siento por mi esposa nació con un beso en la pequeña plaza del pueblo de Anguinán…

Me acuesto por las noches igual de ilusionado que cuando desperté en la mañana. Agradecido por todo lo que conseguí y también por lo que no pude lograr, porque entiendo que lo inconcluso será el combustible para el tiempo que aún está por comenzar.

Cuando me acercaba al final de este camino literario que tanto me ayudó, hablé con mi amigo Marcelo Mubarqui, quien me enseñó —con la humildad que lo caracteriza— que “la alegría es la consecuencia de ser conscientes de que a Dios nunca se le ha escapado el control de nuestros días; aun en los días más oscuros. Cuando olvidamos esto y dejamos de hablar con Él, la tristeza golpea a la puerta otra vez. Las palabras de los amigos y la familia son buenas, pero no alcanzan para explicar lo inexplicable. Solo el consuelo de nuestro Padre tiene el poder y la capacidad de transformar nuestras lágrimas en risas”. Y en esa charla, sustentó sus propias palabras con palabras mucho más fuertes; las que alguna vez escribió David, el Gran Rey de Israel, quien también atravesó la angustia indescriptible de perder a su niño: “Cuando en mí la angustia iba en aumento, tu consuelo llenaba mi alma de alegría”. (Salmo 94:19)

Termino este libro convencido de que Dios permitió que mi hijo me deje más certezas que dudas, utilizando sus 615 días para mostrarme cómo desperdicié 13 674 de los míos. Estos siete años me enseñaron —en siete palabras— que “nací de nuevo cuando mi hijo murió”.