43 - Amor que se transforma
24 September 2022

43 - Amor que se transforma

“Nací” cuando mi hijo murió

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En toda mi vida jamás recibí la asistencia de un psicólogo, y quizás uno de los temas que tengo pendientes por resolver es el divorcio de mis padres. Tengo pocos recuerdos del amor que se tenían, pero eran la pareja más bonita que pude ver. Se divorciaron cuando yo tenía dieciséis años. Desde esa etapa de mi adolescencia he soñado muchas veces con ver a mis padres juntos de nuevo. Ambos siguieron sus caminos, formaron nuevas parejas, y ampliaron así la familia. He visto a mi madre ser feliz de nuevo, y también a mi padre. Pero siempre he tenido ese sentimiento de orfandad, aunque jamás los perdí ni me abandonaron.

El impacto que el divorcio tuvo en sus vidas repercutió también en sus hijos. Supongo que es algo que les sucede a todas las familias que atraviesan por una situación similar, pero hoy como adulto y esposo no los juzgo. Dicen quienes tomaron esa decisión que cuando el amor se acaba, no tiene sentido continuar. Como no soy especialista en el tema, no quiero opinar. Simplemente quiero compartir mi experiencia.

Pasaron casi treinta años y la vida finalmente me otorgó respuestas, a la vez que llenó ese vacío que había resonado en mi interior durante todo este tiempo.

Mis padres —ella con 60 y él con 71— desde hace un tiempo viven solos. Mi madre vive muy cerca de mi casa; mi padre, un poco más lejos. Mis hermanos y yo administramos un complejo de alojamiento turístico a pocos metros de nuestras casas. Pero la emergencia sanitaria mundial nos obligó a cerrarlo temporalmente hasta que la situación mejore.

La pandemia, el aislamiento social y los días de soledad extrema movilizaron algo en mi madre. Un día de marzo me llamó por teléfono: “Hijo, pídele a tu padre que venga a vivir el tiempo de la cuarentena en el complejo de alojamiento, así lo tenemos cerca y no le falta nada”.

Su pedido me llamó la atención porque, aunque ellos tuvieron una buena relación de familia durante todos estos años, quedaron muchas heridas entre ambos, y su relación matrimonial terminó muy lastimada. El tiempo, la madurez de sus corazones, el amor a Dios y por nosotros los hizo dejar de lado el pasado y sus diferencias, y pasaron página para concentrarse en el presente, ya que ambos tienen tres hijos en común.

Sorprendido, acepté su petición con entusiasmo. Lo hablé con mis hermanos, y todos coincidimos en que había tenido una gran idea, pero sobre todo muy humana.

“Papá, ven a vivir este tiempo cerca de nosotros, para que no estés solo y aislado durante este proceso que no sabemos cuánto durará”, le dije. Mi padre no lo dudó ni un segundo y al otro día vino con una pequeña maleta con ropa, su gorra deportiva y una caja con libros.

Cuando llegó, se sentó bajo una frondosa sombra a leer sus libros. Lo que no sabía era que la fresca sombra provenía de un árbol que había plantado su padre en 1970. Cuando mi abuelo murió, fuimos a su casa, cortamos gajos de esa gran higuera, que él había plantado en la casa que lo cobijó durante los últimos años de su vida en Chilecito (mi pueblo natal), y los plantamos en nuestro complejo de alojamiento.

Cuando le conté la anécdota, sonrió y me miró con un brillo especial en los ojos. Sus vínculos se estaban reestableciendo. Sus hijos, su exesposa y el recuerdo vivo de su padre… todos en un mismo espacio y momento. Y lo más bonito de todo, alrededor solo hay naturaleza, porque vivimos en medio de un gran campo de tierra, cerros y cactus.

Durante su estadía, mi madre se encargaría de preparar con sus manos un plato de comida saludable como a él le gusta, y hacérselo llegar hasta su casa cada mediodía. Y mi padre se comprometió a cuidarse y no salir a tentar el destino en tiempos en que el mundo debió aislarse por la enfermedad viral.

Paradójicamente, los autores de la historia de mi familia se encontraban casi juntos nuevamente. Esta vez los separaba una calle de quince metros. Cada uno dormía en una casa distinta, pero en la misma calle y en el mismo barrio.

Los días pasaron y su amistad se fortaleció. Charlaban durante horas por teléfono, pero no se veían. Ambos, todos los días me contaban que habían hablado y me compartían con ilusión sobre su nueva amistad. ¿Se estaban enamorando de nuevo? No, ya no los une ese amor. Hoy los une el amor por la vida que tuvieron, y por los frutos que juntos lograron: sus tres hijos.

Después de casi 80 días sin juntarnos, el encuentro en persona tuvo lugar en mi casa. En mi provincia habían habilitado las reuniones familiares, y de inmediato invité a mi familia porque no aguantaba más el no poder abrazarlos, besarlos, mirarlos a los ojos y sentir su amor.

Recuerdo que fue un sábado maravilloso que compensó los últimos 30 años. Compartimos charlas, risas, mates y mucho amor que se extendía a todos los presentes. Mi padre tocó el piano en respuesta a los insistentes pedidos de mi madre. Mis hijos y sobrinos cantaron, y yo también los acompañé con el piano. La música volvió a ser instrumento de unión.

Hubo miradas de nostalgia por ver a mis padres charlando como grandes amigos que se conocen desde hace 45 años. Por momentos me ilusionaba, pero en otros momentos comprendía que no todas las historias se manifiestan como en las películas románticas. El hecho de que estuvieran sanos y juntos como miembros de la familia que fundaron ya era razón suficiente para agradecer a Dios y sonreír.

Cuando el día llegó a su fin, ambos emprendieron el regreso a sus casas. Partieron juntos, caminando despacito los cien metros que nos separan. Cuando llegaron a la esquina y llegó el momento de decir “hasta mañana”, se quedaron conversando como dos adolescentes; como esos adolescentes que alguna vez estuvieron perdidamente enamorados, cuando ella tenía quince y él veintiséis, y habían decidido casarse.

Hoy, ya no sienten el mismo tipo de amor que los unió. Pero entiendo que el amor se manifiesta de muchas maneras, y en ellos se multiplica y se transforma en un amor de compañeros que emprendieron la mejor de las aventuras, la de formar una familia que hoy está de pie, con personas que se aman y se nutren de ese amor que jamás se agota, porque una vez que el motor del amor comienza a andar, nada lo puede detener.