41 - Aprendí cuando ellos aprendieron
24 September 2022

41 - Aprendí cuando ellos aprendieron

“Nací” cuando mi hijo murió

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Comenzaba la hora cero del 24 de abril de 2020. El mundo estaba en alerta por la pandemia de COVID-19 y estábamos sentados a la mesa del comedor con mis hijos y mi esposa. Aprovechando que yo estaba distraído hablando con Ezequiel, mi esposa y mi hija se levantaron para buscar mis regalos de cumpleaños: cuatro cartas, un chocolate de 300 gramos y una cajita con bombones y otros dulces que, en complicidad con mis hijos, me había enviado mi mamá que vive a 100 metros de nuestra casa.

Tomé mi celular y lo silencié para que nada interrumpiera nuestro momento. Elegí una carta al azar y la primera que leí fue la de mi esposa. Después de casi dos décadas juntos, descubrí que había mucha más madurez en su corazón que la que ya conocía. Me impregnó con palabras de amor y me regaló una enorme tranquilidad porque, al leer su alma, comprendí que está preparada para todo lo que la vida pudiese proponerle.

Leí la cartita de mi mamá, y jamás había leído tantos “te amo” juntos en un solo papel. Ese pequeño papel, escrito con su puño y letra en ambas carillas, reflejaba la historia de amor que vivimos desde el día en que nos conocimos cuando ella tenía dieciséis.

Llegó el turno de leer las cartas de mis hijos Abril y Ezequiel, y entonces surgió una nueva reflexión que hasta mis 44 años no había hecho. Las lágrimas —que se convirtieron en un pequeño llanto de felicidad, nostalgia y mucho amor— interrumpían la lectura. Me sequé los ojos para poder continuar, mientras desde atrás y de los costados recibía besos y caricias acompañadas de lágrimas que se unían en nuestras mejillas apretadas.

Si bien cada uno se expresó de manera diferente, el común denominador de las cartas de mis dos hijos era la valoración de su educación, sus crianzas, el amor y el estímulo que ambos recibieron de sus padres… pero algo llamó mi atención hoy, cuando pude releerlas mientras hacía el fuego para el almuerzo al aire libre en un lugar especial que encontré en nuestro patio, debajo de dos enormes pinos. Ambos habían escrito algo sobre el momento en que yo no esté en este mundo. Los dos destacaron mi ausencia a futuro en algunos párrafos de sus textos.

Y mientras pensaba en el porqué, creí encontrar una respuesta que me dio tranquilidad: en nuestro hogar la muerte no es un tabú; no es mala palabra o tema de mal augurio. Y aunque alguien pudiera cuestionar esta reflexión como poco convencional en el festejo de un aniversario de nacimiento, es menester destacar que el nacimiento es una de las piezas del rompecabezas de la vida, como también lo es la muerte.

Desde que nacemos nos preparamos para la vida. Nos envían a colegios para que nos enseñen sobre temas académicos. Nuestros padres nos educan con normas de respeto y ética que nos servirán para nuestra vida. Hacemos deportes para fortalecer nuestros cuerpos, comemos sano para tener una mejor calidad de vida, nos relacionamos con personas que nos harán bien en nuestro camino profesional; es decir, nos sometemos a entrenamiento para fortalecernos en casi todos los aspectos de la vida, pero pocas personas o casi nadie nos prepara para enfrentar el mayor de los desafíos que debe afrontar el ser humano: la muerte.

Y aquí se desprenden dos caminos de preparación para quienes quedamos: el del sufrimiento y el del fortalecimiento de nuestra Fe para que nuestra vida aquí tenga sentido, sabiendo que cuando llegue ese “final”, sólo será el final de una etapa, como los cientos de etapas que ya hemos culminado y superado para llegar hasta aquí.

Para no escarbar en la Fe de nadie y dejarlo para la introspección de cada uno que lea este capítulo, quiero detenerme a analizar cuántas veces hemos entrenado nuestra capacidad de sobrellevar la muerte de un ser querido. Obviamente, es algo difícil. ¿Quién puede estar preparado para perder a sus padres, sus hijos, sus hermanos o su pareja? ¡Nadie! Simplemente porque somos humanos y, solo con pensarlo, percibimos que el dolor sería tan grande que preferimos ignorarlo… Muchas veces creemos que la muerte les llega a otros, pero a los nuestros ni los roza.

Es muy parecido a la procrastinación: lo postergamos, después veremos cómo lo sobrellevamos. Hasta que inexorablemente ese día llega y, cuando así sucede, nos encontramos de repente en un infierno de dolor y desesperación. Nos sentimos tan abrumados por la angustia y las altas dosis de locura que no podemos respirar. Y así se pueden ver a personas que están muertas en vida. Los que pensaron que nunca les pasaría y a quienes, por la ley de la vida, un día les sucedió.

Y comenzamos a cuestionar “¿por qué a mí?”. Porque a todo ser vivo le llega, ya sea animal, planta o persona. Se nace y también se muere. Por eso, ya que conocemos esa verdad absoluta, por qué no aprovechamos y nos instruimos al respecto; al menos así no nos tomará tan desprevenidos. Y es así en todo occidente. No hablamos de la muerte. Sabemos que nacemos, nos reproducimos y… hasta ahí. El “morimos” queda solo en una de las tantas teorías de la asignatura Biología de los colegios.

Hoy comprendí que, aunque no puedo prepararme para no sufrir, para no sentir dolor y angustia cuando le llegue la muerte a algún miembro de mi familia, al menos puedo prepararme para salir vivo después de ese tormento. Simplemente porque entendí que, más temprano que tarde, la fecha de caducidad de las vidas que conozco y amo llegará. Porque el tiempo es lo único que no se puede controlar ni administrar. Los minutos que llevo sentado escribiendo ya pasaron y nunca más volverán. Por eso, debo pensar muy bien en qué usare, gastaré o invertiré mi tiempo. Porque no puedo controlarlo, solo puedo decidir qué destino le daré. Pero se irá, inevitablemente.

El almuerzo que hoy tuve al aire libre bajo un cielo inmensamente azul, rodeado de árboles habitados por los pájaros que vienen todos los días a hacer su música en nuestro patio, respirando aire puro y acompañado por tres de las personas más valiosas de mi vida ya se acabó. Y se fue junto con el tiempo que nos llevó vivirlo. Lo bueno de todo esto es que sí sucedió y, mientras ocurría, lo pude disfrutar.

Les pregunté a mis hijos por qué incluyeron en sus párrafos algunas palabras referidas a mi futura ausencia en sus vidas, y ambos me contestaron que lo hicieron porque hoy reflexionaron acerca del inmenso valor que tengo para ellos como su padre y que están felices de que haya sido yo el padre que les tocó.

Tras hablar con ellos sentí que mi trabajo fue bien hecho. Y no necesito que nadie me haga un reconocimiento en una gran universidad, frente a cientos de personas escuchando un discurso y transmitiendo en vivo mientras me entregan el diploma. Me hicieron sentir un hombre realizado y en la cima de mi vida.

Que quede escrito que a mis 44 años me recibí de padre, porque pude ser parte del proceso de aprendizaje para que mi familia entera obtenga las herramientas para sobrevivir al momento más difícil de la vida. Pero no es mérito mío; sino de mi Padre, que tuvo la paciencia de enseñarme y soportar mis incontables errores y mi gran capacidad de ser un hijo caprichoso y obstinado que muchas veces vaciló en su Fe y que, como valor agregado, hace de las equivocaciones una cultura de vida.

Que también quede escrito que pude aprender recién el día que me animé a enseñar. Enseñarles a mis hijos fue mi escuela de aprendizaje. Aprendí cuando ellos aprendieron. Me enseñaron cuando pude enseñarles. Y tanto mis hijos como yo aprobamos la materia más difícil de la vida cuando fuimos capaces de dejar por escrito todo lo que aprendimos como familia.