Me enseñaron a amar y respetar a Dios por sobre todo. Me enseñaron sobre la unión de los hermanos como ley primera; “porque si entre hermanos se pelean, los devoran los de afuera”. Y también me enseñaron que debía honrar a mis padres “para que me vaya bien y tenga larga vida”. Valores que hoy agradezco porque fueron los cimientos de mi personalidad y las guías de mi vida.
A pesar de todo lo que me enseñaron, nunca me imaginé siendo padre; nada te prepara para eso. ¿Cómo iba a hacer para mantener a mis hijos? La vida es difícil, y si ya me costaba poder cumplir solo con mis compromisos, no me imaginaba lo difícil que sería con hijos.
Una vez escuché a alguien decir que "los hijos vienen con un pan bajo el brazo". Y si bien entendía en parte lo que querían decir, no podía entender cómo eso afectaría mi realidad. Pero la sabiduría con la que todo fue diseñado me demostró que mi vida no era plena. Mis capacidades no se desarrollaron hasta que tuve hijos.
Dios tiene un diseño perfecto: el amor nace en lo más alto y se transmite de generación en generación. Cuando nacen los hijos, el individualismo desaparece. El egoísmo muere ese mismo día. La vida comienza a ser una aventura llena de vértigo, pero sobre todo de recompensas, bajo el estímulo de los hijos.
Queremos que sean mejores personas que uno. Queremos ayudarlos a desarrollarse, a conquistar los miedos y superar sus límites. Y aunque como padres a veces cometemos muchos errores, la vida nos da esa licencia, porque nadie nace con un manual sobre cómo ser padres. Es para eso que nacen nuestros hijos, para enseñarnos a ser padres y también mejores seres humanos. Por lo tanto, si queremos que el mundo siga y todo lo que conocemos perdure, necesitamos seres humanos mejores que nosotros. Y ese logro solo llega de la mano de nuestros hijos.
Ellos dicen aprender de nosotros, pero en realidad somos nosotros los que aprendemos de ellos. A veces cometemos errores que sólo ellos pueden enmendar, usando el arma más poderosa de todas: el amor. Escuchar de sus bocas decir te amo. Cuando nos cuentan sobre su primer amor. Mirar la inocencia de sus ojos cuando la vida los golpea por primera vez, y la ilusión que les despierta cada nueva experiencia.
Nuestros hijos nos eligen para que seamos padres desde antes de nacer. Dios nos los presta por un tiempo para que los eduquemos, guiemos y cuidemos hasta que sus alas les pidan volar.
Algunas personas, como mi esposa y yo, pudimos concebirlos, y otras —más valientes aún— asumieron el rol de padres recibiendo el honor más grande que se le puede dar a un ser humano. Pero, sin importar cómo llegaron a nuestra vida, si cumplimos con nuestro trabajo, seremos recompensados, como reza la promesa escrita en el libro de Éxodo: "Cuídamelo, que yo te lo pagaré".
Es una fuerte unión que solo Dios pudo crear: el amor y el compromiso de los padres hacia sus hijos. Es una relación sin tiempo, porque el amor no muere nunca. El amor es lo único que puede ser comparado con las palabras ‘infinito’, ‘perpetuo’ o ‘eterno’.
Quizás por el temor a la intransigencia del tiempo que conocemos, buscamos aprovechar cada minuto con nuestros hijos. Una vez leí esta genialidad de Michael Altshuler: “La mala noticia es que el tiempo vuela. La buena noticia es que tú eres el piloto”. Y aunque el tiempo es poderoso, el amor trasciende el pasado, el presente y el futuro.
Ser padre es mi mayor orgullo, el mérito más grande de toda mi vida, y una razón enorme para celebrar y agradecer. Al ser padre pude confirmar la verdad detrás de cada emoción que había creído conocer: El amor más grande, el dolor más profundo, la felicidad plena, la perseverancia más tenaz y el sacrificio mejor recompensado.
Por eso, agradezco a mis padres Miriam y José —mis grandes maestros— que debieron aprender de sus errores y me enseñaron a equivocarme menos. Les agradezco porque me estimulan cada vez que me miran y pronuncian mi nombre, al igual que lo hacían cuando era solo un niño.
Es una valiosa oportunidad la que recibimos todos los padres del planeta, cuando aprendemos el verdadero sentido de la vida: amar y enseñar a amar, para que el mundo corrija su rumbo.