37 - Aprendemos equivocándonos
24 September 2022

37 - Aprendemos equivocándonos

“Nací” cuando mi hijo murió

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Aprendemos equivocándonos

“Extraño ser tu amigo. Estás raro, trabajando mucho, y estoy muy solo”. Así comenzó una conversación “de hombre a hombre”, como mi hijo Ezequiel me la había solicitado con sus palabras.

Fueron cinco meses de desequilibrio laboral en mi vida de emprendedor. Había iniciado nuevos proyectos que me demandaron más tiempo de lo que creía y me encontraba totalmente desorganizado, intentando ordenar todo un mundo nuevo de actividades.

“No tengo horarios y en todo momento estoy trabajando, pero voy a tomar medidas para evitar esto”, le respondí a mi hijo. Su pedido exigía una respuesta seria, la respuesta de un hombre a otro hombre, aunque solo sea un adolescente que se está construyendo a sí mismo.

En enero de 2009, cuando cumplió un año, tomé la decisión de ser teletrabajador, luego de que Abril sufriera un accidente durante nuestras vacaciones de verano en la costa atlántica de Argentina. Fue tanto el sufrimiento que vivimos con mi esposa Guadalupe en ese momento, que tomé la decisión de trabajar desde casa para poder disponer de más tiempo con nuestra familia.

Desde ese momento compartimos mucho tiempo juntos y hemos construido una relación de padres e hijos muy estrecha.

“Tengo nuevos emprendimientos que me robaron nuestro tiempo”, le dije, y me comprometí a organizar mis horarios para que nuestra relación de aprendizaje juntos se siga fortaleciendo; ya que la vida no nos regala muchos años para disfrutar de esta primera etapa en familia. Los hijos crecen, se independizan y construyen sus propias familias, cumpliendo con sus propios sueños.

—¿Quién es mi mejor amigo en este mundo? —le pregunté al finalizar la charla en el vestidor—.
—No sé, pero tú eres el mío —me respondió—.
Esas palabras, en ese momento, me dieron un fuerte sacudón.

Todo el diálogo quedó grabado en mi teléfono. Lo grabé sin que se diera cuenta, para jamás olvidarme de esa conversación íntima que podré volver a escuchar en soledad dentro de muchos años, y con mucho respeto.

Al día siguiente volvimos a conectarnos de manera habitual y lo invité a merendar. Se puso contento, porque íbamos a tener una salida de amigos en la que podría hablar de sus proyectos. Tiene 12 años y su cabeza rebalsa de ideas sobre emprendimientos para su era, la de la información.

Nos sentamos y empezamos a hablar sobre sus ideas de aplicaciones para celulares, y se mostraba un poco frustrado porque llevaba días intentando hacer algo que no le permitía avanzar. Pude explicarle que lo fácil es de muchos, y lo difícil, de muy pocos; que empezara haciendo cosas simples, pero que las hiciera; que lo importante es avanzar, al ritmo que sea, pero sin detenerse. Luego llegarían desafíos más grandes que no le costarían tanto, porque su cerebro asimilaría cada día cosas más complejas gracias a su entrenamiento. Las frustraciones no son más que aprendizajes para un futuro lleno de éxito contundente.

Me preguntó cuán inteligente puede llegar a ser un ser humano y, cuando le respondí que por más súper dotado que sea un ser humano jamás usamos el 100 % de nuestro cerebro, se quedó maravillado. Entendió que siempre podemos lograr más, sólo depende del lugar a donde queramos llegar. Es una decisión exclusivamente nuestra.

— ¡Qué increíble que es el ser humano!, ¿no? —me dijo sorprendido—.
—Fuimos hechos a imagen y semejanza de Dios —le respondí—. Somos perfectos aun con todas nuestras imperfecciones, porque Él nos diseñó. Nuestras imperfecciones son el detalle más interesante de nuestra perfección. Pero hay algo muy importante que debes saber: en toda nuestra búsqueda de sabiduría, muchas veces olvidamos la humildad, y ninguna persona puede ser sabia si no cuenta con la humildad como su mayor virtud. Solo alcanzarás tu sabiduría el día que priorices la búsqueda de la humildad y cuando la encuentres, no la dejes ir jamás. El error en el que muchos caemos radica en que los éxitos nos obnubilan y poco a poco empezamos a perder la humildad —la única virtud que convierte en indestructible a la sabiduría—.

Habían pasado dos horas de charla. Yo repetí mi café y él, su leche con chocolate. Lo miraba y me di cuenta de que ya no se le ensucian los bigotes de chocolate como cuando era más chico.

Hablamos del tiempo que malgastamos, de las horas que dilapidamos en banalidades. Se comprometió a pasar menos horas en la consola de juegos para conectarse con otros niños, con la naturaleza, y a salir a andar en bicicleta. También se comprometió a invertir algo de tiempo en hacer que su mente se expanda aprendiendo cosas que lo fortalezcan cuando sea grande.

Le insistí que un niño debe jugar, porque la niñez es un tesoro irrepetible. Aun así, comprendió que desperdiciar su tiempo en redes sociales o conexiones virtuales cuando el resto de su vida se está construyendo, es garantizar que perderá su calidad de vida de adulto, entregando su tiempo a algún trabajo que no le provea el sustento, el tiempo para su familia, o la felicidad por hacer algo que lo apasione.

Gracias a Dios, nos tenemos el uno al otro y podemos disfrutar de estar juntos mientras vivamos. Aprendió que el padre que él admira tuvo más errores que aciertos, y esa certeza lo tranquilizó.

Fue una tarde fructífera en la que ambos aprendimos algo. Entendí que no debo proyectarme en él, y él entendió que no debe querer ser como yo cuando sea grande. Cada uno es dueño de su propia vida, de sus éxitos y de sus fracasos; y fracasar no debe avergonzarnos, más bien debemos tomarlo como una bendición que nos fortalece. Fracasar implica que nos hemos equivocado. Equivocarnos implica que cometimos un error. Y ese error solo puede ser consecuencia inmediata del HACER: quien hace puede equivocarse.

“Por lo que toca a ustedes, padres, eduquen con tacto a sus hijos, para que no se desalienten”. (Colosenses 3:21)