36 - Hospital de bicicletas
24 September 2022

36 - Hospital de bicicletas

“Nací” cuando mi hijo murió

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Mirta es maestra en una pequeña escuela de Antinaco, un pueblito que se esconde a los pies de una montaña en Famatina (La Rioja, Argentina). Su alumno Johnny cumplía siete años. Cuando le preguntó qué quería que le regalase para su cumpleaños, él le respondió: “una mamá” y sonrió.

La maestra se quedó helada; pero segundos después, él volvió a sonreír y, con toda su inocencia, le pidió una bicicleta.

Un regalo no tan complicado, ya que hoy un trabajador con una tarjeta de crédito puede acceder a una bicicleta y hasta pagarla en pequeñas cuotas. Pero hacerlo de esa manera no cambia nada; solo logra felicidad individual: la del niño y la de la maestra.

Presenté la historia a la audiencia de la radio donde trabajo y cayó en suelo fértil. Quienes escuchaban comenzaron a conectarse. Las ideas comenzaron a multiplicarse y se produjo una sinergia imparable. Pasaron algunos minutos y ya había un objetivo: crear una especie de “hospital de bicicletas”, para esas que siempre hay en algún rincón de la casa. Los “donantes” las regalarían para que “médicos voluntarios” las repararan y se las entregaran a 23 niños de la pequeña escuela de Antinaco.

Luis trabaja vendiendo ventanas y fue el primero en encender la mecha: “Con mi hermana Romina tenemos tres bicicletas; están oxidadas, pero hoy mismo nos ponemos a repararlas”.

Las ideas siguieron prosperando y luego surgió el nombre de la escuela técnica EPET. Sus directivos y alumnos también querían ser “médicos voluntarios”.

Siguieron apareciendo “donantes” de bicicletas rotas, y lo que nació como una necesidad individual se convirtió en una acción que involucraba a muchos.

Federico es odontólogo y, mientras escuchaba atento, propuso: “Mis hijos y yo vamos a adoptar una bicicleta rota y la vamos a reparar juntos para que de chicos aprendan sobre solidaridad”.

Y luego Sergio, un padre de familia que es camionero, agregó: “Nosotros podemos donar dos bicicletas viejitas que vamos a reparar en nuestra casa, y también vamos a buscar un camión para llevar las bicicletas a los niños de la escuela de Antinaco”.

Oscar es no vidente, y también se ofreció diciendo: “No tengo vista porque mis ojitos no me funcionan, pero con mi sobrino y un amigo que vino desde Chile podemos reparar dos bicicletas”.

Luca, Daniel, Ariel, Iván, Francisco, Sabrina, Edgar e Ivana se sumaron, y con ellos aparecieron carpinteros, comerciantes, empleados, taxistas, plomeros, bicicleteros, empresarios, maestros, médicos, amas de casa… y la lista fue aumentando. Todos asumían un rol, ya fuera como “donante” de alguna bicicleta herrumbrada o como “médico voluntario”, para repararlas y regalarlas el siguiente día del niño, en agosto.

Cuando uno puede ser testigo de este tipo de situaciones, donde se ve cómo las personas sienten la necesidad de hacer algo por otros, se le llena el alma de esperanza.

Con mis compañeros de la radio escuchábamos atónitos lo que pasaba afuera. Y una vez más nos asombramos de la capacidad de acción que tiene la sociedad cuando se propone donar parte de lo que tiene a quienes les hace falta. Hay un proverbio que dice: “El que es generoso prospera; el que reanima será reanimado”.

Cuando uno piensa en cambiar el mundo, se siente pequeño e impotente porque mira un objetivo enorme. Pero si pudiéramos concentrar nuestras fuerzas en cambiar nuestro pequeño entorno, y eso se multiplicara por millones, el mundo cambiaría en muy pocas horas.

Me puse a pensar por qué es común en todos los niños el amor por las bicicletas, y creo que se debe a que es ahí cuando el niño experimenta por primera vez en su vida la libertad. Es el primer desafío que debe afrontar por su cuenta. Primero se apoya en las rueditas de entrenamiento… y luego se arriesga a salir y dominar el viento. Lo atraviesa y siente cómo le golpea el rostro y el cabello mientras sonríe como si estuviera alcanzando su meta más grande. Esa sensación es inolvidable e imposible de comparar.

Me dijo mi amigo Juan: “La bici es incluso una metáfora de la vida, donde además de lo lindo de andar, aprendes en la edad de la inocencia la realidad de la vida: te lastimas, te caes... y a la vez aprendes a levantarte para volver a intentarlo”.

En mi caso, pude ver esa emoción en dos de mis tres hijos. Y recordando eso, es imposible no conectarme con esa experiencia.

Un niño que tiene la oportunidad de ser feliz, sonreír, amar y ser amado con el tiempo se convertirá en un adulto sano. Y de la salud de ese adulto dependerá el futuro del mundo.

Si queremos un planeta sano, debemos sembrar buenas semillas. Y a esa siembra la hacemos los adultos de hoy.

Los días pasaron y pude ver lo que logran varias manos cuando se juntan. Fue algo que surgió de la nada misma, como la mayoría de las cosas buenas que nos pasan en la vida.

Llegué a mi lugar de trabajo a las 3 de la tarde y vi a mi vecino Sergio Cataldo en un camión que su amigo Pablo Toledo le había prestado. Sergio estaba con su esposa María Eugenia y su hijita Itatí. Esperaban para subir las bicicletas que los médicos voluntarios del Hospital de Bicicletas habían reparado para los 23 niños de la escuelita de Antinaco. Algunas tenían las ruedas desinfladas. Las habían reparado hace varios días y estaban esperando el momento de ser entregadas. Intenté inflar una y, como era de esperar, resultó un completo desastre… hasta que llegó Federico Arguiano con su esposa Gabriela. El odontólogo del pueblo me quitó el inflador y en 20 minutos revisó las bicicletas para que todas llegaran bien a destino.

Minutos más tarde llegó Mauricio Lozano con su esposa Betina, que traían unas cositas ricas para comer. Antes que ellos, había llegado Ariel Cabeza con botellas de agua y chupetines. Desde el Kiosco APU hicieron llegar bolsitas con pequeños juguetes; y doña Blanca Quintana se apareció con un riquísimo bizcochuelo que se sumó a una caja llena de facturas de Mauro y la panadería Toledo.

Empezamos a subir las bicicletas al camión; y Oscar Mora, tanteando el camino puesto que es no vidente, también se sumó. Nada le impidió ayudar junto a su cuñada.

Diego, Yohana, Zeta, Juan, Guada, Abril y Ezequiel hacían una cadena humana y se pasaban las bicicletas de una vereda a la otra, para que Gustavo Campos, sus hijos y su esposa Cristina se la entregaran en mano al experto camionero —y ahora también experto en bicicletas— Sergio Cataldo.

Una hora más tarde salimos hacia el pequeño pueblo de Antinaco. Es un camino de unos 50 kilómetros hacia la escuelita del pueblo. Está escondida casi contra el Velasco, en un valle hermoso, de cerros y montañas.

Cuando llegamos, no encontrábamos la escuela… hasta que vimos una docena de niños de entre 4 y 12 años que nos gritaban y hacían señas a unos 100 metros.

“Aquííí… aquííí”, decían mientras agitaban sus manos.

Intenta recordar cuando tenías 10 años y te hicieron ese regalo que te cambió la vida. Bueno… ahora multiplica esa felicidad por mil. Así se veían esas caritas cuando llegamos.

No estaban solos. Sus madres y maestras estaban junto a ellos. Los vecinos salían a las puertas de sus casas. ¡No entendían por qué los niños gritaban con tanto entusiasmo y por qué una caravana de autos y un camión venían tocando bocina!

Sergio detuvo el camión en la puerta de la escuela. La maestra Mirta tomó un puñado de cartas; cada una tenía el nombre de uno de los niños. Y mientras leía sus nombres, uno a uno los niños—con una educación pocas veces vista— se acercaban al camión, alentados por los aplausos y gritos de sus amiguitos y sus madres.

Al principio sonreían con timidez, pero a medida que se acercaban al camión y veían las bicicletas que les habían tocado, sus sonrisas se hacían más y más grandes. Eran sonrisas genuinas, de niños que tienen poco y se sorprenden al ver que la vida les envió un regalo sin pedirlo. ¿Y qué mejor regalo para un niño que una bicicleta?

Tomaron las bicicletas y coparon las calles y la plaza del pueblo. “Aquí tenemos tres bicicletas que los niños se turnan para usar”, nos decía la Directora de la escuela.

Comenzaron los primeros golpes… los pantalones llenos de tierra. Se sacudían y se volvían a subir… ¡El mundo era de ellos!

Y mientras todo ocurría, las madres y maestras armaron una humilde mesa llena de bizcochuelos hechos por sus manos. Nos compartieron todo lo que tenían.

Pude ser testigo de ese momento. Pude verlo y disfrutarlo. Todavía siento el olor de la tierra que rodeaba. No puedo olvidar el sonido de sus voces diciendo gracias, ni cómo miraban a sus madres y maestras para ver si de verdad eso estaba ocurriendo.

Fue algo que costó tan poco; algo tan simple… como una pequeña idea que nació de la imaginación de personas anónimas que no sólo la pensaron, sino que también buscaron la manera de hacerla realidad.

Sé con certeza que todos los que pensaron y ejecutaron esta idea, este valioso gesto, no lo hicieron por ellos mismos. No lo hicieron para ver sus nombres escritos en este texto. Lo sé porque lo pude ver. Lo que cada uno aportó —poco o mucho—, lo hizo por una enorme voluntad de hacer algo por otros y para cubrir la necesidad que tienen nuestras almas de realizar tareas trascendentales.

Ese día aprendí mucho. Lo terminé sintiéndome pleno y agradecido. ¡Cómo no agradecer esa oportunidad que nos dio la vida de verle el rostro a la felicidad!

Nos va bien. Tenemos salud, trabajo y familias, personas a quienes amar y que nos amen. ¡LO TENEMOS TODO!

Espero haber ilustrado, aunque más no sea, una pequeña porción de lo que pude ver. Sé que no puedo acercarme a lo que sentimos, pero al menos se los quería contar, para que quede escrito y jamás se olvide.

Cuando esta idea nació y comenzaba a forjarse, habíamos pensado en que cada niño recibiera su bicicleta con la carta de un donante. Pero cuando llegó el día, las cartas no habían sido escritas.

Pensé que algo tan importante no debía quedar inconcluso; así que decidí escribir la misma carta para los 23 alumnos, buscando obtener una respuesta de al menos alguno de ellos cuando fueran adultos.


La carta decía:
Soy uno de los testigos de este hermoso regalo que pasó por varias manos hasta llegar a las tuyas.

Vi desde el principio cómo muchas personas fueron pensando esta idea, para que las bicicletas que fueron de sus hijos, hoy sean de ustedes. También vi a chicos adolescentes, estudiantes como tú, que dedicaron varias horas para dejarlas como nuevas.

Ahora soy papá, pero cuando era niño me encantaban las bicicletas. Con mis hermanos, Mario y Diego, teníamos una bicicleta Tomaselli muy pesada que compartíamos. Era roja y tenía asiento banana color blanco.

La libertad que sentía al andarla no se comparaba con nada. Salía de mi casa y pedaleaba por la calle Ricardo Rojas durante siestas enteras... En ese entonces, tenía mucho pelo y me encantaba cómo se despeinaba.

Fui creciendo y descubrí que la vida es muy parecida a la bicicleta. A veces nos toca andar cuesta arriba, y otras veces, el camino es más fácil. Pero andando siempre podemos llegar a donde queramos. Jamás hay que parar.

Me encantaría que guardases esta carta, y que en lo posible me la respondieras… pero dentro de 30 años, cuando tengas más o menos la edad que tengo hoy.

Si en ese momento tienes hijos, que me cuentes sobre esa experiencia, sobre tu trabajo, tus logros personales y cómo fue tu camino para llegar a donde llegaste.

Me encantaría que, si yo ya no estoy, le hicieras llegar tu cartita a mis hijos, Abril y Ezequiel. Y si ellos no están pasando un buen momento, que puedas ayudarlos a recuperar su camino.

Tuve tres hijos, y al más chiquito, Agustín, jamás pude verlo andar en bicicleta porque se nos adelantó en el camino con menos de dos añitos.

En este recorrido, pude aprender muchas cosas. A veces se me hizo muy cuesta arriba; otras veces me caí demasiado fuerte, me golpeé muy duro y hasta pensé en parar. Pero Dios me dio la mano, me ayudó a levantarme y me alentó a seguir andando; como cuando era chiquito, con la bicicleta.

Espero que tu vida sea una aventura llena de momentos de felicidad. Espero que te subas a tu “bici” y no te bajes nunca; que te animes a andar por caminos que jamás nadie haya recorrido; que dejes tu propia huella y que alcances todas tus metas. Pero jamás olvides que, aunque hoy puedes estar bien arriba; ayer, cuando estabas abajo empezando, te habría encantado que alguien te ayudara y te enseñase a andar.

Espero que jamás pierdas la esperanza, que te agarres bien fuerte de tu Fe y confíes en tus fuerzas. Y si alguna vez sientes miedo, recuerda que tú tienes el control. Jamás permitas que el miedo te controle a ti.

Gracias por darnos la oportunidad de verte subir a tu bicicleta. Gracias por recordarme que la vida es más que lo que obtengo para mí. Gracias por habernos recibido en tu escuela y por habernos sonreído. Gracias por haberme permitido ser un testigo afortunado del gesto de muchas personas anónimas que decidieron regalarte parte de sus vidas, para que hoy puedas escribir la tuya.

Aprendí mucho de todo esto. Y a mí me encanta aprender.

Espero tu cartita en 30 años. Por favor guarda bien esta y no te olvides... Espero leerte, o que mis hijos te lean, el 7 de agosto de 2047.

Con mucha ilusión y agradecimiento, te abrazo bien fuerte... ¡Que Dios, la vida y tu fuerza de voluntad te lleven al camino más alto!

Josho Campillay